lunes, 19 de octubre de 2020

EL PRÍNCIPE DESTERRADO

Con este cuentecillo, quiero hacer un homenaje al extraordinario escritor y mejor persona Miguel Delibes, en el centenario de su nacimiento. Aprovecho para denunciar la gran injusticia que se cometió al no concederle el Premio Nobel. 

           Hola. Soy Quico, el niño de la novela El príncipe destronado, que escribió Miguel Delibes. Se ha muerto, ¡qué lástima! Era como mi abuelo.

Ahora tengo seis años y medio, dos más que en la novela. Estoy más grande, pero con los mismos rizos rubios y ojos azules. Y, por eso, todavía me confunde a veces la gente con una niña. Pero, cuando alguien me dice: “¡Qué chica tan mona!”, le contesto: “Yo soy un tío, y usted, ¿qué es? “. Y se ríen, pero se nota que es de vergüenza.

            Bueno, en lo demás también sigo casi igual. Tengo otro hermanito, Carlos. Me llevo muy bien con mi hermano Juan. Y, por supuesto, me meo encima cada vez que encarta. Bueno, en la cama, solo de vez en cuando, poco. Casi nunca mojo, porque no quiero que me riñan y, además, me da un poco de corte tener que enseñarle a la Vito la cuca para que me lave. ¡Soy mayor! La Vito, ¿la recordáis? La criada de las manos agarrotadas. Tampoco la dejo que me bañe; he aprendido mirando cómo lo hace Juan. Nos metemos los dos y él me dice si me dejo algo por enjabonar o secar…

El colegio donde me han llevado es de monjas. Me quieren mucho todas y me dan muchos besos, más que a otros. Yo las dejo que me cojan de la mano para llevarme al recreo o a la clase, que me abrochen el babero y todo eso. Allí no me dan muchas ganas de hacer pis o nada más me dan cuando se puede ir, o sea, en el recreo, entre las clases…

            Nos hemos cambiado de casa. Ahora vivimos en un piso más grande. Un dúplex le dicen. En la planta de arriba está el salón, una salita, la cocina, la terraza y un cuarto de aseo; la de abajo es para los dormitorios y otro cuarto de baño, que sólo nos deja mamá utilizar para bañarnos o ducharnos. No quiere que orinemos ni caguemos en él; dice que debe estar siempre puesto en visita, o sea, limpio por si viene alguien de visita. La salita de arriba, casi igual: está cerrada como una cárcel. El suelo de los dormitorios tiene pegada una especie de alfombra, a la que llaman moqueta. Yo casi siempre estoy en el salón o en la terraza, con mi hermano y con la Vito. Mi madre ahora apenas para en casa, porque tiene que trabajar. Se separó de mi padre.

            Poco antes de marcharse, mi padre me hizo un regalo estupendo: un perrito caniche, blanco, muy simpático, saltarín, que siempre está conmigo. Mamá y la Vito lo odian, pobrecillo, tan bonito como es... Le puse de nombre “Rix”. Es muy listo: yo juego mucho con él y le enseño muchas cosas. Por ejemplo, aprendió a llevar a la basura conmigo, por las mañanas, una bolsa pequeña que le preparo con botellas o platos de plástico, que pesan muy  poco. Como he dicho, casi siempre estoy arriba, en el salón o en la terraza, que es graaande grande. Allí está la casita de “Rix”. Es como una tienda de campaña de indio, chulísima. Al lado le puso mi hermano Juan, que ya tiene 10 años, una especie de alfombra con tierra, para que el perrito echara sus pis y sus cacas. Luego tuvo que agrandarla y cubrir los bajos de la tienda, cuando “Rix” empezó a mear contra la pared, levantando la pata. Hasta entonces, se lo hacía por todos sitios. La Vito le llamaba marrano, guarro, astroso, indecente… a grito pelao. Pero nunca le pegó, ni le pega, ¡nunca! Mi padre lo dejó bien clarito cuando me lo trajo: “A este perro, que no le ponga nadie la mano encima- ¡Cuidadito!”. Y todos lo respetan, porque era mi padre y porque fue su último deseo antes de irse. Y a mí me parece que “Rix” lo sabe, que algo se ha olido. Jaja, ¡qué golfo! Se viene conmigo cuando toca que Juan y yo pasemos el fin de semana con mi padre.

            Algunas veces, el perro y yo nos bajamos a mi cuarto. Allí me pongo a ver la tele o a jugar a la PSP, porque mi mamá no me deja bajar juguetes. Juan casi nunca viene, a él le sigue gustando leer comics o incluso libros. Se queda tumbado en el sofá del salón.

            Hace un mes o así, un domingo, mamá y la Vito se pusieron rabiosas, vaya cabreo que agarraron. Mamá decía que estaba que les daba pellizcos a los cristales. Estuvieron dando gritos a “Rix” toda la mañana. Fue porque se encontraron una mancha húmeda en la moqueta y, claro, pensaron que “Rix” se había meado.  ¡El cisco que le formaron! Más o menos como el que me lían a mí cuando me paso y hago alguna trastada, como derramar cocacola en el sofá o traer las zapatillas llenas de barro. En eso siguen igual que en la novela: me dicen que soy un cerdo, ya tan grande, y que, cuando me case, mi mujer me va a poner en la puerta de la calle más de una vez… Yo qué sé la de cosas feas que se les ocurren para que me achare... El pobre perrito se escondió debajo de mi cama y no salió hasta que se fueron a misa de doce.

            A los pocos días, cuando ya se había secado la moqueta, apareció otra meada. Pero…  ¡esa la descubrieron de otra manera! Me pillaron, a mí, con el pantalón bajado y meándome yo allí a caso hecho. No, “Rix” no fue tampoco el culpable de la anterior. Se liaron a voces, me zarandearon, la Vito empezó a llorar… El pollo que se montó fue flojo. Pero yo ni me asusté. Sin ni siquiera subirme el pantalón, solté todo lo fuerte que pude: “Mamá. Lo que más te guste: o me meo en la ropa o me meo en la moqueta esta, ¿vale? Estoy jugando o viendo la tele y no me da tiempo de subir al aseo de arriba, ¿vale? Pues me lo hago aquí, ¿vale? Vestido o en el suelo, como “Rix” al lado de su casita. Si no quieres que entre a este baño de abajo…, pues eso“.  Ya estaba yo hasta las narices de que me estuvieran machacando a cada instante, nada más porque me orinaba sin darme cuenta de vez en cuando.

            Me subí los calzoncillos y el pantalón. Mamá no chistó, ni la Vito, claro. Juan se aguantaba la risa. Se fueron todos al salón y me dejaron solo.

            A mi habitación le echaron la llave y me prohibieron bajar a esa planta. Para dormir, colocaron mi cama en el cuarto de Juan, al lado de la suya, donde todavía está. Así que, además de un príncipe destronado, como escribió Miguel Delibes, soy también un príncipe desterrado.

JOSÉ ANTONIO RAMOS

Cuentos con niño, 2013






miércoles, 14 de octubre de 2020

PROTERVO (I)

     La palabra protervo y yo nos conocimos hace ya muchos años, varias décadas. Y tal fue su impacto en mi sensibilidad lingüística que la relación entonces iniciada perdura hoy y aun crece, según explicaré. Recuerdo cuándo y dónde fue el encuentro: el curso 82-3 me tocó, mediada ya mi vida profesional, impartir por primera vez Literatura Española en el antiguo COU. El programa me obligó a refrescar algunas lecturas y llevar a cabo otras no realizadas hasta entonces. Entre estas estaba la novela donde se hallaba el adjetivo que hoy me ocupa: Tiempo de silencio, de L. Martín Santos (1961). La elaboradísima y abigarrada prosa del relato me desorientó, al remover y poner a prueba mi competencia literaria, y la palabra me deslumbró cuando se me mostró en las difíciles páginas del libro hasta nueve veces, casi todas en la parte del principio.

    

      La usa una mujer mayor, Dora, que hace de narradora aquí y es uno de los personajes principales, para vilipendiar al “cochino” novio de su poco agraciada hija, a la que abandona después de un embarazo del cual había nacido una niña. La señora no lo puede ni ver, tal como muestran estas otras lindezas que le dedica: “… al parásito ese, padre de mi nieta, que no sé cómo ha salido tan preciosa siendo hija de ese padre, que ni siquiera tenía el aspecto propio de los hombres tan agradables, fuertes y enteros, sino que era alfeñique, hombre de trapo con maneras de torero o todo lo más de bailarín gitano y para mí, que ni siquiera era muy seguro que no fuera un poco a pluma y pelo”; además, “creía que, no sólo se ocultaban en mi casa los muslos blancos de mi niña, sino también un buen gazapo de onzas ultramarinas. En lo que es claro que estaba equivocado”; por eso, “yo casi me he alegrado del abandono porque era un hombre imposible, que la hubiera hecho desgraciada y la hubiera hecho caer hasta lo más bajo. Yo me lo imagino hasta chuleándola, aprovechándose del buen palmito de mi hija y de la apostura heredada del padre que en ella, aunque algo varonil ―no hombruna― había de ser tan poderoso atractivo para todos los hombres que la veían en aquella época”; más aún, “los amigos del protervo eran todos de su estilo como medio hembras también, pequeñitos, mucho más pequeñitos que yo y hablaban andaluz y batían palmas muy bien, que es lo que yo y mi niña más admirábamos en ellos, pues por lo demás no tenían ni cultura ni conversación, pero en aquel mundo de las tabernas lo que más se apreciaba era el saber batir palmas que es una habilidad que contribuye mucho al regocijo de la concurrencia que mi hija rápidamente supo aprender mientras que yo permanecí torpe”.

       En resumen, un ser protervo, tal como se encarga de repetir una y otra vez, hasta nueve, digo, la ofendida señora, como desahogo y envenenado ataque, preñado de sarcasmo: “el protervo bailarín”, “… claro es que si él [otro personaje, tan varonil como bondadoso] hubiera sido como el protervo, la niña hubiera seguido durmiendo en mi cuarto”, “algunos de los amigos que traía el protervo“, “¡Venganza contra el repugnante protervo bailarín hembra!”, “sin duda encarnación del protervo”, “y yo, por dar mayor formalidad a sus salidas, me dejaba llevar con el protervo a diversos sitios donde no le habría permitido ir con mi hija a solas”. A lo largo de este pasaje de la narración, el malvado yerno  –si lo hubiera llegado a ser– se convierte en el protervo por antonomasia, prototipo de individuo inmoral y aprovechado. 

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PROTERVO (II)

 

             Creo que no es fácil entender, y menos explicar, por qué nos agrada o desagrada un vocablo. Estoy casi convencido de que no es por su significado siempre ni solamente; algunas veces, sí, como me ocurre a mí, por ejemplo, con el verbo fascinar, en cuyo interior veo un no sé qué de magia, misterio y poderosa luz que me atrae hacia sí. En el caso de protervo, me inclino más por la efigie de su cuerpo fónico, esa combinación, juego en realidad, de vibrantes (“r”) y labiales “p/v”, en torno al núcleo acentual, que se eleva, justo en el centro de la palabra, a lomos de la contundente oclusiva “t”, desde donde gobierna todo el vocablo; la secuencia de vocales “o-e-o” posee  –para mí– valor de frase musical con su cadencia. Me parece que también contó la novedad   –nunca había oído ni leído en ningún sitio la palabra–, así como el escenario textual, el contexto, donde la descubrí: no luce lo mismo una flor en medio de un cuidado y bien dispuesto jardín que en un viejo y sucio tiesto arrinconado. En fin, todo esto es por decir algo, porque el amor a las palabras  brota, como en otros órdenes de la vida,  de un enigmático e inesperado chispazo cegador.

Según era de esperar, quise indagar sobre el adjetivo. Lo primero, conocer a la familia: es un cultismo, que viene del latín protervus, donde tenía un significado algo cercano al actual en español (“violento”, “audaz”, “vehemente”, “desvergonzado”, se indica en el diccionario de Corominas); algunos llevan su genealogía hasta un término griego e incluso, más allá, hasta una raíz indoeuropea. Leo en el mismo diccionario que se documenta en nuestra lengua desde el siglo XV; años después, se crearía el sustantivo derivado protervia y, más tarde, en el XVII, protervidad. La RAE recoge en la actualidad estos tres términos, a los que añade el adverbio protervamente. Al parecer, la época de máximo uso del adjetivo fue la de finales del XIX y principios del XX. Conviene no olvidar que se trata de un vocablo culto y, como tal, no aparece en la lengua coloquial. No sé si es legítimo incluirlo entre las “palabras raras”, como hace algún autor de recuentos, aplicando él sabrá qué criterios. La Docta Casa establece su significado moderno: “Perversoobstinado en la maldad” y en los mismos términos lo definen otros léxicos consultados. Como datos curiosos, existe una truculenta novela reciente, titulada Protervo. Memorias de un anticristo (segunda parte: Cuentos protervos), escrita por R. Martínez Velázquez y llevada luego al cine; así como una breve historia sobre un sanguinario criminal, debida a mi casi tocayo José Antonio Ramos Sucre (escritor y diplomático venezolano de principios del siglo XX), que se titula también El protervo.

            Consecuencia lógica de mi intenso apego a protervo fue incorporarlo definitivamente a mi idiolecto, con un tipo de existencia singular, según se verá. Y pasó a continuación del léxico pasivo al activo en las siguientes circunstancias: uno o dos cursos después de aquel COU, tenía yo un alumno de los que entonces consideraba difícil (hoy lo rodearía con el halo beatífico de un San Martín de Porres, por ejemplo); en realidad, se mostraba correoso, impertinente, cargante, molesto, porque intervenía a destiempo y con un punto de provocación. Era, pues, el momento y tipo idóneos para sacar de mi conciencia lingüística y aplicarle mi venerado protervo, pues el niño daba la talla y lo pedía a gritos. Conté mi decisión en casa, donde se conocía el libro de Martín Santos, el uso en él de protervo y mi afecto al término. Allí fue entendida, aceptada, aplaudida e incluso celebrada como invención humorística tal adjudicación en forma de mote literario. Por fin disponía yo de mi propio protervo, semejante al de la Dora de la famosa novela. Pero no paró en este punto el proceso: a partir de ahí empezaron a aparecer profusamente protervos en la conversación familiar y a tener cada uno el suyo o los suyos propios, a poco que se topara en su quehacer externo con personajes nefandos y sufriera su comportamiento. Hablábamos  –y hablamos– con toda naturalidad de “mi protervo/a”, “su protervo/a”, “He visto a tu protervo”, etc., con expresión precisa de la pertenencia. Aparte, tenemos otros comunes, como los “malos” de películas o novelas, o bien algún personaje de la vida pública, de los que pueblan los medios de comunicación, con una actuación o un talante indecentes o perversos, ¡y hay tantos! Etc.

            Por todo lo dicho, mejor, escrito, estoy y estaré siempre agradecido a la breve y gran palabra  protervo y a quien me la enseñó y me hizo quererla.

           

JOSÉ ANTONIO RAMOS