La gente habla de la forma que mejor sabe y puede en cada
ocasión. No conozco a nadie que se exprese incorrecta o inadecuadamente aposta.
Todo el mundo acude a las palabras y giros que cuadran, en su opinión, con lo
que quiere manifestar, con el objetivo que persigue y con las condiciones en
que se desarrolla el acto comunicativo. Para lo que quiero exponer, doy este
principio (que también podría aplicarse a la escritura) por cierto. ¿Cómo se
explicaría, entonces, que, no pocas veces, bastantes personas pronuncien
palabras de forma incorrecta, usen términos impropios, construyan erróneamente
las frases, etc., etc.?
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La ignorancia, eso es lo que lleva a hacer las cosas mal,
creyendo que se hacen bien. Ejemplos al canto. Hay quien dice “Fairola”, en vez
de “Fuengirola”, sin ningún cargo de conciencia toponímico. Y quien, tragándose
una sílaba de “probabilidad”, la deja en “probalidad”. Y quien, arrogándose inconsciente
el poder de alterar el léxico, habla de “zurraspas”, incrementando el auténtico
“zurrapas”. Y quien se aplica gasa y “esparatrapo”, en lugar de “esparadrapo”.
Y quien conjuga “dicieron” por “dijeron”, “quedré” por “querré” e incluso
“hadré” por “haré”. En un colegio, una de las madres de alumno se refería a los
niños que no iban a ir a una excursión con sus compañeros porque tenían varios
“aperseguimientos”, o sea, “apercibimientos”, entendidos, digo yo, como actos
de “persecución” de la mala conducta. Y un estudiante alababa la sociabilidad
de mi perrita y la piropeaba diciéndole que era muy “cariñoja”.
Los mecanismos fonéticos, gramaticales y léxico-semánticos
que operan en estas mutaciones son diversos, desde la ultracorrección o la
etimología popular a la simple deformación de las secuencias sonoras sin una
base lingüística especial. De eso ya se ha tratado en este blog y en otros
muchos lugares dedicados a la materia. Hoy quiero referirme en concreto a la
ignorancia.
Consiste en no saber pronunciar “bien” una palabra o en
suprimir (menos comúnmente, añadir) sílabas enteras, según se observa en la
mayoría de los ejemplos citados. Tal desconocimiento proviene casi siempre de
una percepción auditiva errónea, o sea, de oír los vocablos de una manera
distinta a como salen de la boca de quien los pronuncia como debe, para
reproducirlos a continuación exactamente como se han creído oír. Por mil
motivos, quien se expresa oralmente no siempre vocaliza como un buen
locutor o un buen actor, y su discurso
llega al oyente con mayor o menor “ruido” y desnaturalizado por toda suerte de
interferencias.
Estos inconvenientes en la transmisión, absolutamente normales
y esperables, se compensan por lo general con la escritura, donde, salvo
excepciones, las palabras se reproducen intactas (hago caso omiso estratégico
de los dialectos más o menos lejanos de la fonética que representa la
escritura). Pero, y aquí está el
auténtico problema, no todo el mundo accede a la lengua escrita con la
intensidad y frecuencia necesarias, y tampoco recurre a la consulta de
diccionarios o enciclopedias. No importa que hayamos alcanzado en España y en
el mundo “civilizado” el cien por cien
de la escolarización. Cantidad de niños concluyen la escolaridad y abandonan ya
el trato con la lectura y la escritura: a partir de ahí ya todo es oral y
auditivo. Porque en el ordenador tampoco se lee y lo que se escribe es pura
lengua hablada transcrita, o incluso menos.
El nacimiento de los dialectos y, de ellos, las lenguas, a
partir de otra anterior, se debe a la ignorancia a la que me vengo refiriendo.
En los siglos medievales, el latín vulgar (hablado) en España se fragmentó y
dio origen a modalidades lingüísticas, algunas de las cuales hoy son idiomas
nacionales o regionales, gracias al carácter ágrafo de la “cultura” de la
mayoría de la población, que aprendía tan solo de oído. Así se perpetuaron las
singularidades propias de cada región al tratar de reproducir el latín y las
“equivocaciones” propias de toda clase de habla.
Los estudiosos suelen afirmar que hoy resultaría impensable
un proceso como el que acabo de describir, porque la presión de la lengua
escrita es muy fuerte. No voy a ser yo quien me oponga a los sabios. Sin
embargo, hay días en los que le asaltan dudas a uno acerca de si el empuje y el
alcance del magisterio lingüístico de la escritura llegan a tanto como se
piensa.