martes, 21 de noviembre de 2023

MENTIRAS

 



Estamos en tiempos de políticos embusteros, en días donde hay que desconfiar de la palabra de la gente perteneciente a esa clase. Eso es, al menos, lo que se deduce de los discursos y declaraciones de muchos de estos políticos, casi todos, por no decir todos. Seguramente, habrá unos más mentirosos que otros, incluso algunos que casi siempre dicen la verdad, pero no es esa la sensación que se desprende de las intervenciones en las Cortes, las entrevistas en medios de comunicación, los mítines, etc. Pero, ¿qué es mentir?

En el Diccionario de la Real Academia leemos dos definiciones que, de entre las cinco que consigna, me interesa destacar:

                         1. Decir o manifestar lo contrario de lo que se sabe, cree o piensa.

                         5. Desus. Faltar a lo prometido, quebrantar un pacto.

El primer sentido es el que encontramos en el enunciado:

«Nos dijo que no se había comprado un piso y era mentira; ya lo tenía hasta amueblado»

El otro subyace en este:

            «Les dijo a los niños que los llevaría al partido y no lo hizo, es un embustero»

Como puede apreciarse, son valores bastante diferentes. Aunque el segundo aparece con el calificativo de «desusado», no creo que lo sea tanto, al menos en el ámbito de la política, donde lo juzgo, contrariamente, el más común. En los últimos meses se ha achacado al partido ahora en el poder que mintió cuando, antes de las elecciones de julio, manifestó una postura respecto a la amnistía de políticos catalanes, a pactos con independentistas, etc., promesa que después no ha cumplido. Fruto de ello, ha alcanzado la mayoría de votos en el Congreso y la presidencia del gobierno. Lo ocurrido no es stricto sensu una mentira (significado 1 de la RAE), sino el incumplimiento de lo anteriormente proclamado (significado 5).

Deduzco de lo anterior que tal vez no deberíamos denominar «mentiroso» o «embustero» o «mendaz» o «troloso», etc., al que se echa atrás de lo expresado, al que se desdice, al que no lleva a cabo lo prometido, al que falta a la palabra, etc. El partido antes aludido le ha denominado a este comportamiento «cambio de criterio», en un intento de eufemismo, sustitutivo de las expresiones que acabo de citar, todas condenatorias. En mi opinión, no está muy conseguido dicho eufemismo, puesto que el «cambio de criterio» puede sonar algo más ligero y menos agrio que «embuste», por ejemplo, pero no resulta menos repudiable desde el punto de vista ético, sobre todo cuando encierra el quebrantamiento de un compromiso.

En efecto, una persona que muda sus ideas, sus opiniones, sus razones, los fundamentos y frutos de su discernimiento… de un día (semana / mes / año) para otro, y no hace lo que dijo que haría no creo que merezca más respeto que el que falta a la verdad. Fuera de la política, estoy convencido de que llamar a una persona «embustera» no es más ofensivo que decir de ella que «no tiene palabra», que «no respeta o falta a sus compromisos», que «no tiene o cambia de principios», que «carece o ha perdido la credibilidad» y por tanto la confianza de sus semejantes. En algunos ambientes más informales, si alguien se atreve a espetar a otro que «no tiene palabra», este otro suele contestar «eso no me lo dices tú a mí en la calle», puesto que lo toma como una ofensa gravísima: su «palabra» es lo último que un individuo íntegro quiere que deje de valer, es como perder su honra, su entidad, su mismo ser social y el fundamento del respeto debido.

Por todo ello, si lo que se quiere es usar como eficaz argumento ad homimem contra un adversario el hecho de que no cumple lo que promete y evidenciar así la pérdida de credibilidad y de honorabilidad, creo que debería acudir a términos como estos, a tachas como las que acabo de listar, más apropiados y puede que más contundentes que «mentiroso», termino algo desgastado, o que afirmar que «no dice la verdad», mucho más leve.

Cosa distinta es que ese adversario tenga la piel de su espíritu como curtida en una antigua talabartería y le resbale todo vocablo acusatorio como el agua por el cauce del río. Hay quienes permanecen impasibles les digas lo que les digas. Consideración que, para mi desventura, hace inútil todo lo que llevo escrito desde el principio hasta ahora, cuando ya he llegado al final.  

 

 



martes, 14 de noviembre de 2023

EN UNA Y OTRA ANDALUCÍA

 


Por el modo de hablar de sus habitantes, hay dos Andalucías, las que se pueden denominar, con términos geopolíticos, la oriental y la occidental. Es decir, Huelva, Cádiz, Sevilla y parte de Málaga, en el oeste, y el resto de Málaga, Córdoba, Granada, Jaén y Almería, en la zona este. Sobre otras diferencias, destaca la pronunciación de las vocales situadas delante de un sonido consonántico como cierre de sílaba (posición implosiva) desaparecido o transformado, sobre todo al final de palabra. Me refiero a vocablos como «ojos», «ademanes», «talar», por ejemplo, en los que las consonantes finales son muy débiles e incluso se pierden o alteran: ojos > ojo, ademanes > ademane, talar > talá.  

En ningún punto de Andalucía se pronuncian normalmente esas consonantes; este es un rasgo común, que, en mi opinión, es la única característica que comparten todas las hablas andaluzas. ¿Cuál es la diferente forma de articular palabras como las citadas en una parte y otra de la región? Antes de seguir, aclaro que el modo de hablar que se identifica con Andalucía sobrepasa sus fronteras y penetra en comarcas murcianas y extremeñas.

En la zona oriental, ocurre una mutación de las vocales de las sílabas finales donde desaparece la consonante, fenómeno consistente en la apertura de dichos sonidos; dicha cualidad fonética adquiere, además, valor fonológico, es decir, sirve para diferenciar significados: sing. «ojo» / pl. «ojO» (transcribo la abierta con la mayúscula, a falta del signo correspondiente del alfabeto fonético), sing «carretera» / pl. «carretera», 3ª pers. «ama» / 2ª pers. «amA», etc. En cambio, en el occidente la vocal queda intacta, con lo que se igualan fonéticamente el singular y el plural: sing. y pl. «ojo», «carretera», 2ª y 3ª pers. «ama». En el siguiente vídeo se aprecia claramente.

Mi clase de Lengua: Experiencias de aula (manolo-claselengua.blogspot.com)

Si no se está muy atento o no se tiene el oído bien entrenado, esta realidad lingüística pasa desapercibida, seguramente por el hecho de que, apoyándonos en el contexto («lo ojo»), asignamos la categoría de singular o plral, segunda o tercera persona de modo inconsciente. Sin embargo, españoles del norte tienen dificultad en percibir esta sutileza en ocasiones. Suelo narrar una anécdota de cuando hacía la mili, que ilustra lo que digo. Había un muchacho vasco apellidado Ribas, que alterna no solo con el singular, sino también con «v», como es sabido. Otro compañero, granadino, le preguntó un día:

            ―¿Tú cómo te llamas, «Riba o RibA?

A lo que el interrogado, en cuyo idiolecto no tenía valor fonológico la apertura vocálica, respondió con una lógica aplastante:

            ―Si son iguales.

Para el tal Ribas, solo valía la presencia / ausencia de la «s». La «a» abierta pasaba desapercibida. Sabido es que, cuando un rasgo fonético no posee valor fonológico, tampoco tiene conciencia el receptor de que lo oye. Ocurre, pongamos por caso, si reproducimos de manera diferente «poyo» y «pollo»: en la mayor parte de España no notarán esa distinción «y» / «ll».

Doy un paso más. En la mitad occidental, dentro de lo que se denomina la «fonética sintáctica», o sea, la pronunciación de las palabras en el curso del mensaje oral, ocurre algo a lo que no suele atenderse al tratar de las hablas meridionales. Me refiero a una especie de recuerdo o huella que la desaparición de la consonante «s» ha dejado. Es una muy suave aspiración, cercana a la «j»; aquí la transcribo como «h». Ejemplo: «lo-h-ademane», «la-h-encina». La he llamado recuerdo o huella porque es una forma de permanencia alterada de alguna «s» final: «lo-s-ademanes», «la-s-encinas». No es cierto, pues, que palabras que tenían originariamente «s» final (mejor dicho, que presentan en castellano del norte «s») la hayan perdido del todo. Carece, sin embargo, de valor fonlógico y, por tanto, parece no oírse. Por su parte, los andaluces orientales no necesitamos ya del auxilio de ninguna heredera de la «s», puesto que nos valemos de la apertura con carácter relevante.  

Por último, he creído apreciar que esa aspiración occidental se evita en ciertas secuencias de palabras. Así, creo que no se suele decir «lo do-h-ojo», «tre-h-ajo», «mi-h-    hijo», «lo-h-eje de la carreta», etc. O desaparece la «h» («tre ajo») o se restaura la «s» («mi-s-hijo»). Seguramente, obedece este comportamiento al deseo de evitar la cacofonía producida por el sonido fricativo gutural «j», tan próximo a la aspiración («mi-h-hijo», «tre-h-ajo»).

Verdaderamente, las hablas andaluzas son un mundo.

viernes, 27 de octubre de 2023

SOÑANDO

 


 

Soñé que era albañila

con mi palustre y mi plana,

con mi mono y mi gorrilla,

y me construí una casa.

 

Tenía muchos sabores.

Las tejas de caramelo,

en la entrada dos faroles

suelo de dulce cemento,

 

las puertas de chocolate,

las ventanas de helado,

paredes rojo tomate,

techos de merengue blanco.  

 

Otro día también soñé

que me hice carpintera.

Con mi sierra yo corté

de turrón fina madera  

 

y me hice una mesa,

una silla y una cama

para acostarme en ella

y dormir con mi almohada,

 

y soñar lo que quisiera

cada noche o cada día,

si era soldado o niñera,

si era yo o era mi tita.

 

Así otra vez soñé

que era una jardinera

y en el huerto sembré

chupachups y piruletas,

 

claveles y buganvilias,

geranios y gusanitos,  

bombones y margaritas,

¡qué bien olía mi patio!

 

Y ya la última noche

con mi hermanito soñé,

que me vino a despertar

cuando el reloj dio las diez.

 

Me dijo: «¿Quieres vivir

en la verdadera casa

con papá y mamá, aquí,

o en la que tienes soñada?».

 

 JOSÉ ANTONIO RAMOS

De Mi Segundo libro de poesías para niñas o niños

(inédito)


domingo, 15 de octubre de 2023

ESCUCHAR LIBROS

 


Para una gran parte de la población, leer es, en el mejor de los casos, un deseo insatisfecho, una asignatura pendiente, un objetivo que con gran dificultad se alcanza tal como es concebido, es decir, como una actividad permanente y continuada. Lo mismo que inscribirse y asistir a un gimnasio, apuntarse a unas clases de inglés, dejar de fumar y otras metas por el estilo. La acción del colegio, de bastantes familias, de medios de comunicación… hace que muchas personas tengan buenas intenciones, las cuales no obstante quedan incumplidas más de lo que ellas mismas desearían.

Hay quien se propone, en alguna de las encrucijadas de su vida, como por ejemplo las vacaciones, la jubilación, una baja laboral, etc., iniciar la lectura de una colección de premios Nobel comprada hace años o unos tomos maravillosamente ilustrados de La vida en los fondos marinos, que reposan en la estantería, o la antología de poemas de Miguel Hernández, admirado tal vez por una única obra conocida: puede que “El niño yuntero” o la elegía dedicada a Ramón Sijé. Luego pocas veces se pasa del mero intento o de dos o tres ratos ante las páginas. Para mí tengo que el hábito de leer es muy difícil que se genere en la edad adulta, cuando ya todas las inclinaciones, gustos, tendencias, predilecciones… están más que afianzados.

A efectos de lo que voy a expresar después, me interesa distinguir estos dos componentes de todo texto escrito, dispuesto para leer: el contenido y la codificación en forma de lengua escrita. Esta es el vehículo para llegar a aquel. Buena parte de las personas con una formación muy elemental, o sea, que solo saben descifrar los signos escritos y poco más, y que además no se enfrentan con textos más allá de lo estrictamente necesario, tal vez estimarían sentir el placer de conocer y degustar las historias que se cuentan en novelas o relatos breves, es decir, de lo que he llamado el contenido; pero se topan con el obstáculo de tener que penetrar la lengua escrita, operación para la que frecuentemente no están formados ni entrenados y, por tanto, representa un muro insalvable. Así, se ven obligados a leer en voz alta, o al menos susurrando, para escuchar las palabras y poder así entender lo que dicen, como si alguien les estuviera hablando; muchos más reproducen en su mente esos sonidos, con la misma finalidad. Evidentemente, esta es una forma de leer pesada y cansina, que hace laborioso y enlentece el proceso, alejando el arribo al contenido, que es la finalidad primordial, la que causa agrado y deleite. El lector se agota a las pocas páginas y deja el libro para siempre, a no ser que, como ocurre a los estudiantes, se vea obligado a volver a traerlo a su mesa de trabajo y enfrentarse con desgana a los párrafos que llenan sus hojas.

Si comparamos el grado de dificultad que representa la comprensión de textos escritos con el que supone la recepción de la lengua oral, la distancia es enorme a favor de esta última. Resulta muy evidente cuando se presencia una película no doblada, con subtítulos: cuántos espectadores se quedan a la mitad de cada frase escrita y abandonan seguir la acción leyendo, en vez de hacerlo simplemente escuchando las intervenciones orales de los personajes. Siendo esto así, una posible solución al problema del bajo nivel de lectura de adultos, jóvenes y niños podría consistir en sustituir el código escrito por la forma oral. Es decir, que las obras, principalmente literarias, se editaran no solo en soporte de papel, sino también en la modalidad de audio. En realidad, esto se inició hace años. Alguna empresa española, creo que Planeta, lanzó al mercado cintas de cassette con textos literarios reproducidos por actores y profesionales de la comunicación audiovisual. Si no estoy equivocado, no tuvieron esas publicaciones gran difusión. En la actualidad, y para el ámbito del castellano, contamos con iniciativas nuevas de este tipo, de las cuales una de las más conocidas es Audible, de Amazon, donde también hay obras en otras lenguas (españolas y extranjeras). Puedes solicitar las obras del catálogo sueltas o bien abonarte mediante un pago mensual de unos 10 euros para tener acceso casi ilimitado.

Hace algún tiempo que «leo» audiolibros y confieso que no solo es un buen invento, sino que, sobre todo, procura un notable placer. Y ello porque las grabaciones están realizadas por profesionales del cine, el teatro y la comunicación, con resultados que superan con mucho en expresividad al partido que cualquiera de nosotros le podría extraer a la lectura llamada silenciosa. Me recuerdan mucho las antiguas radionovelas que diariamente se emitían en mi infancia por capítulos y que tenían a las amas de casa  enganchadas, como se dice ahora; también a algún que otro hombre ―la mayoría no estaba en casa a la hora de la emisión―. De adolescente, seguí alguna que otra. Mis coetáneos se acordarán de la célebre, e interminable, Ama Rosa. A su imagen y semejanza, vinieron después las telenovelas o culebrones.

Abogo por el audiolibro basándome en mi experiencia personal, que me ha permitido apreciar las ventajas que representa, si lo comparamos con el grafolibro, (perdón por el palabro). En primer lugar, primerísimo diría, hace desaparecer las dificultades que ofrece la lectura de lo escrito para muchas personas, jóvenes y mayores, como he señalado arriba, las cuales creo que influyen tanto en el bajo nivel de lectura en España y en todo el mundo en la actualidad; este factor es fundamental. En segundo término, te permite «leer» mientras estás realizando otra actividad cotidiana que no exija una gran atención, sobre todo las domésticas, las de aseo, las de descanso diurno, aunque también algunas de las exteriores como el ejercicio físico (a la intemperie o en el gimnasio), el traslado a pie, los viajes, etc., etc. No pocos adolescentes se pasan las horas con los auriculares en las orejas, oyendo su música preferida; los adultos se aficionan más a los programas de radio. ¡Cuánto rentabiliza el tiempo tal simultaneidad! También podrían «leer». Perdón por la autorreferencia: yo me suelo beber entre dos y tres audiolibros al mes, sin dejar de ejecutar otras tareas compatibles. En tercer lugar, resulta en general más económica la audiolectura: ya he mencionado el abono mensual; también se pueden comprar libros sin ser suscriptor, a precios que suelen oscilar entre los 5 o 6 y los 15 o 16 euros. Por último, el sonolibro (otro palabro) no ocupa lugar alguno, a diferencia de los voluminosos títulos a lo Ken Follett, tan de moda. No hay ni que mencionar el beneficio que representa para las personas con problemas de visión poder escuchar buenas grabaciones de literatura.

Pensando especialmente en los niños y adolescentes, tan aficionados a la técnica y los artilugios en general, y tan perezosos para la lectura escrita, me parece que constituye un gran factor de motivación el que alguien les cuente historias sin tener que leerlas. Por otra parte, salvo las habilidades de descodificación gráfica, todas las demás destrezas implicadas en la grafolectura y sus efectos beneficiosos se dan también, sin duda, en la audiolectura. Sin menospreciar ni mucho menos descartar el libro tradicional (en papel o electrónico), y sin dejar de aconsejarlo en la educación en una proporción adecuada,  el audiolibro puede contribuir a elevar el grado de afición y facilitar e incrementar la práctica de la lectura, cosa tan deseable como descuidada en la formación escolar y en más hogares de los deseables. ¡Cómo nos gustaría ―al menos, a mí― oír a niños de Primaria o Secundaria dirigirse deseosos al profesor de turno en estos términos: «Pónganos otro audiolibro para este trimestre. ¡Están chulos»! O pedirlos en casa para su santo o cumpleaños o Reyes.

 

JOSÉ ANTONIO RAMOS, 15.10.23


jueves, 28 de septiembre de 2023

LAS COMAS DE MUÑOZ MOLINA

 

Por segunda vez[1] tengo el honor de basarme en un texto del extraordinario escritor Antonio Muñoz Molina para tratar sobre la coma. En este caso es un artículo de opinión suyo publicado en la prensa diaria hace unas semanas, titulado «Pestilencia del crimen» (El País, 23 de septiembre de 2003, sección Las otras vidas). Me centro en tres usos que juzgo anómalos, repetidos, uno más que los otros, es cierto, de manera sistemática a lo largo del escrito. Son los que detallo a continuación.

1. Cito la regla académica que importa en este primer caso, extraída literalmente de la ortografía publicada por la institución (Ortografía de la lengua española, Madrid, RAE, 1999), y luego copio los pasajes de Muñoz Molina donde, según creo, se vulnera esa norma y, por tanto, se emplea mal la coma.

5.2.2. Se usa coma para separar miembros gramaticalmente equivalentes dentro de un mismo enunciado, a excepción de los casos en los que medie alguna de las conjunciones y, e, ni, o, u. Ejemplos: Estaba preocupado por su familia, por su trabajo, por su salud. Antes de irte, corre las cortinas, cierra las ventanas, apaga las luces y echa la llave.

No son pocos los enunciados del artículo donde aparece la coma delante de “y” u “o”, en contra del principio anterior, que excluye el signo en presencia de conjunciones copulativas y disyuntivas:

«El olfato percibe lo que no llega a advertir la mirada, y no precisa la lejanía del tacto, y previene de un peligro que captaría demasiado tarde el paladar».

«21 personas que hacían la compra o pegarle un tiro en la cabeza a un hombre inerme que iba por la calle con su hijo de la mano, o a un columnista que volvía perezosamente de desayunar un domingo, con una brazada de periódicos».

«Ahora este así llamado documental va a presentarse con las galas propias del Festival de San Sebastián, y mucha gente, sobre todo asociaciones de víctimas, ha expresado su protesta, y ha llegado a pedir que se cancele ese estreno»

«Jordi Évole apela a la libertad de expresión, y argumenta que quienes rechazan de antemano su documental debieran esperar a verlo para dar su opinión».

«una novela mía, en la que había una escena, cerca del final, en la que un terrorista dispara a un policía, y no se sabe si lo ha matado»

«Sobre esas personas es preciso que se hagan documentales, y que se estrenen con todos los honores en San Sebastián».

La Real Academia contempla, no obstante, un caso de uso correcto delante de las conjunciones citadas, especialmente “y”:

Sin embargo, se coloca una coma delante de la conjunción cuando la secuencia que encabeza expresa un contenido (consecutivo, de tiempo, etc.) distinto al elemento o elementos anteriores. Por ejemplo: Pintaron las paredes de la habitación, cambiaron la disposición de los muebles, y quedaron encantados.

Si no me equivoco, solo uno de los pasajes citados puede considerarse legitimado por esta excepción; es el primero:

«El olfato percibe lo que no llega a advertir la mirada, [por tanto] / y no precisa la lejanía del tacto, [por tanto] / y previene de un peligro que captaría demasiado tarde el paladar».

 

2. Otra regla sobre la coma que he visto conculcada es esta:

5.2.1. […] Cuando los elementos de la enumeración constituyen el sujeto de la oración o un complemento verbal y van antepuestos al verbo, no se pone coma detrás del último. Ejemplos: El perro, el gato y el ratón son animales mamíferos. De gatos, de ratones y de perros no quiere ni oír hablar.

No obstante vemos que, al menos una vez, el texto que analizamos se sale de la norma:

« Cada muerto, cada herido, cada superviviente, ha tenido una vida»

 

3. Por último, en contra de los casos anteriores, donde podría decirse que sobran comas, he apreciado varios en los que faltan, de acuerdo con esta otra regla: 

5.2.5. Los incisos que interrumpen una oración, ya sea para aclarar o ampliar lo dicho, ya sea para mencionar al autor u obra citados, se escriben entre comas. Son incisos casos como los siguientes: a) Aposiciones explicativas. Por ejemplo: En ese momento Adrián, el marido de mi hermana, dijo que nos ayudaría. b) Las proposiciones adjetivas explicativas. Por ejemplo: Los vientos del Sur, que en aquellas abrasadas regiones son muy frecuentes, incomodan a los viajeros. c) Cualquier comentario, explicación o precisión a algo dicho. Ejemplos: Toda mi familia, incluido mi hermano, estaba de acuerdo. Ella es, entre mis amigas, la más querida. Nos proporcionó, después de tantos disgustos, una gran alegría. d) La mención de un autor u obra citados. Por ejemplo: La verdad, escribe un político, se ha de sustentar con razones y autoridades.

El siguiente enunciado creo que pide coma delante de “como”, porque responde, seguramente, a más de uno de los modelos ilustrados por los ejemplos de la Ortografía académica:

«No “contra la violencia” como decían sanitariamente algunos».

En el enunciado siguiente, hay varios incisos constituidos por proposiciones subordinadas antepuestas, que, pese a estar en construcciones sintácticamente idénticas, se puntúan de diferentes formas, todas erróneas, según la regla anterior o las transcritas más arriba:

«Un día, este verano, en un restaurante de Mallorca, pedí el pescado del día y cuando me lo pusieron delante el olor a podrido me revolvió el estómago. Lo aparté a un lado, y cuando logré llamar la atención de un camarero agitado y sudoroso, visiblemente desbordado por sus obligaciones, me miró con aire de sospecha, y al oír mi observación sobre el plato que él mismo me había servido puso cara de contrariado, casi ofendido».

 

Tal vez alguien podría acusarme de osado por intentar corregir a un escritor de la talla de Muñoz Molina, con tan larga y brillante trayectoria y con el mérito añadido de ser miembro de la Real Academia. Dicho así, tal vez lo parezca, pero mi análisis me respalda porque creo que está suficiente y claramente fundado. Desconozco los hábitos del gran novelista andaluz a la hora de ponerse a redactar y el modo en que revisa sus textos, literarios o no, antes de darlos a la imprenta. No sé si interviene un corrector, a su cargo o contratado por las empresas editoriales con las que publica; en tal caso, los errores señalados habría que achacarlos tal vez a este. Puede, por último, que los escritos breves sobre todo, como el que me ha ocupado, se transfieran por el autor al dictado mediante algún artilugio técnico de tantos como hoy se dispone. Ojalá fuera así y yo pudiera quedar a salvo de acusar a uno de los mejores novelistas actuales en lengua española.

 JOSÉ ANTONIO RAMOS

28.923

 



[1] La primera fue con el artículo «Todo lo que era sólido: una incoherencia ortográfica», inédito, 2016.

 

viernes, 1 de septiembre de 2023

LA MAYORÍA POLÍCROMA

 


Una encarnizada pelea de gallos (y gallinas), una fuerte agarrada en la verdulería (con perdón de los titulares), un fiero combate de boxeo, una lucha a muerte, una encendida riña de patio de colegio, un periódico enfrentamiento de hoolingans… es lo que supongo les parecen los plenos de nuestro Congreso de Diputados a los pacientes ciudadanos que suelen presenciarlos  por televisión. Descalificaciones, insultos, desprecios, rechazos, críticas cargadas de ofensivos ataques, burlas, sarcasmos… se suceden en la mayor parte de las intervenciones de sus señorías cuando suben al estrado.  Muy pocas propuestas, muy pocas valoraciones ponderadas, muy pocas actitudes de diálogo y muchísimas menos señales de acercamiento en busca de consenso... Los adversarios se tratan como enemigos mortales a los que hay que anular, machacar, silenciar, desacreditar, abuchear, malinterpretar y parodiar, escarnecer… mientras más, mejor, no importa de qué forma ni en qué términos. Por suerte para todos, no son muchos los que siguen esas sesiones ni tampoco los que las recuerdan y/o las tienen presentes a la hora de votar. Quizás deberíamos reflexionar un poco todos y comportarnos de manera más consecuente, poniendo en marcha de modo colectivo alguna providencia para denunciar, al menos eso, los hábitos de los que dicen ser nuestros representantes, a los que incluso se les suele investir con el preclaro título de Padres de la Patria. «¡Vaya padres tan faltuscos!», que diría el castizo.  

Las conclusiones de los estudios del discurso político, cada vez más numerosos y detallados, parecen corroborar con datos, explicaciones y argumentos la impresión de los asistentes a las sesiones parlamentarias arriba descrita. Cito un párrafo de un excelente trabajo que, en su referencia genérica (es decir, aplicable a cualquier parlamento), no deja lugar a duda:

«Según Blas Arroyo (2001), el debate político cara a cara se convierte en una "batalla" de argumentos contrarios entre dos o más interlocutores. El arma principal de esta batalla es la agresión verbal, puesto que la victoria consiste en anular el discurso de quien está enfrente defendiendo puntos de vista diferentes. La probabilidad de que el discurso se convierta en un intercambio "pacífico" de ideas contrapuestas con recursos que puedan convencer al interlocutor se convierte en una táctica inválida en este tipo de discurso, dado que se utilizan estrategias como la ridiculización, el amedrentamiento y la invalidación de la imagen pública del adversario»  (https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22012012000200010).  

La investigación no solo constata esa desagradable conducta, sino que parece justificarla y considerarla incluso como algo normal, algo propio del carácter de la discusión política, perfectamente aceptable:

«La interacción parlamentaria es un choque no de propuestas personales, opiniones o ideas, sino macroideas, mundos, sistemas de creencias, que se enfrentan en un espacio donde todo está decidido y polarizado […]. En este entorno, la función de los participantes también es fija, en virtud de lo que la sociedad haya decidido: están en el gobierno (poder) o en la oposición. Las funciones de cada grupo están perfectamente delimitadas y esto prevalece sobre el propio partido, le concede un perfil. El miembro del gobierno presenta propuestas, defiende su gestión, intenta convencer y se defiende de los ataques. El rol de la oposición es atacar, denigrar la gestión del gobierno y pedir informaciones y explicaciones. De entrada, pues, la descortesía está legitimada de la parte de la oposición. Es su “labor de oposición” […]. En suma, en las preguntas orales, hombres y mujeres recurren a la descortesía como arma para realizar su tarea de oposición y crear una autoimagen, una identidad agresiva. El miembro del gobierno, por su parte, usa al principio de su respuesta la cortesía o la indirección para crear una imagen colaborativa, y luego en la defensa pasa al ataque» (https://www.um.es/tonosdigital/znum25/secciones/estudios-11c-catalina_fuentes,_(2013,_tonos_25).htm). [1]

Mencionaré un tercer análisis que abunda en el asunto, en parecidos términos:

«Es necesario señalar que los debates políticos televisados aceptan cada vez con más normalidad las manifestaciones de insultos en sus emisiones, convirtiéndose en un contexto en el que la descortesía desempeña un papel principal y no marginal (Culpeper, 1996: 366). Esta afirmación se desprende de la tolerancia de los moderadores y de las escasas reacciones que se producen para reparar su imagen por parte de los hablantes ofendidos. Las reacciones que sí se producen se basan especialmente en el contraataque al contrario, y en menor medida en la defensa y la negación del ataque que se acaba de recibir. El insulto, expresado especialmente por estructuras indirectas, se convierte, así, en un rasgo configurador de los debates periodísticos de contenido político, dentro de su consideración como espacios que fomentan la agresividad y la polémica».  (https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/75361/1/DS4%284%29Gonzalez.pdf?sequence=1)

No sé si pareceré demasiado osado, o ingenuo, al expresar, después de estas citas, una opinión propia, no totalmente coincidente. Parto del principio constitucional de que el parlamento es una institución cuyo fin es generar leyes y normativas de diverso tipo, destinadas a mejorar la situación del país en el momento presente y de cara al futuro (podría ―quizás debería― concretar lo que significa para mí «mejorar», pero no voy a hacerlo de momento. Remito al sentido común y la idea general sobre el concepto). Para ello, entiendo que, dada la diversidad de concepciones presentes en la cámara, con diferente respaldo numérico de escaños, sus señorías disponen de dos posibilidades: a) acudir al procedimiento de la votación, con la que los textos legales se aprueban o rechazan por mayoría (permanente o circunstancial), b) negociar para llegar a unas formulaciones consensuadas, que se suponen menos sesgadas, más aceptables por todos y, por lo tanto, menos sujetas a rechazos o críticas posteriores, a enfrentamientos continuos, tanto en el propio ámbito de las cámaras legislativas, como en los medios de comunicación y en la calle.

Me considero partidario de esta última vía. Por eso, soy de los que se escandalizan cuando presencian las peloteras, entiendo ―siento― que vergonzosas, en los plenarios, con cuya descripción iniciaba este artículo. Acepto la negociación serena, detenida, en busca del acuerdo y el compromiso, donde todos cedan algo para conseguir que todos o casi todos queden lo más satisfechos posible. Por principio, defiendo esta estrategia en todos los contextos donde, de entrada, no haya acuerdo. Pero también por razones prácticas: al analizar un problema, al buscar una solución, al definir una senda de avance y desarrollo, al buscar una mejora, para elegir una opción, etc., es bueno que se barajen diversos enfoques, mientras más mejor; se tengan en cuenta varios puntos de vista, mientras más, mejor; se sopesen distintos modos de análisis, mientras más, mejor, etc. Estoy seguro de que el resultado será más adaptado a lo que se pretendía, más eficaz la solución, más fructífera y duradera la mejora... También, en el caso de las sesiones televisadas, habrá un efecto didáctico beneficioso para los televidentes en sus interacciones cotidianas.

Si afirmo, para terminar, que me sumo a la doctrina de que «la mayoría siempre tiene razón», no se debe ver en ello una contradicción con lo que he defendido en el párrafo anterior, supuesto que me refiero no a la mayoría monocolor, sino a la que llamaré con la alegre y bella expresión «mayoría multicolor». O «mayoría polícroma», me da igual.



[1] Las ciencias de la comunicación han acuñado unos sentidos de los términos «cortesía» y «descortesía» que, si bien más aquilatados, no difieren excesivamente de los que manejan los hablantes no especialistas. Por eso no se entra aquí en sus respectivas definiciones expresas.



martes, 22 de agosto de 2023

EL REY DEL EUFEMISMO 1



 

En la línea del reciente artículo "Mentiras" de mi colega Claudio Repellón (AHÍ TE QUIERO YO VER: MENTIRAS (ramosjoseantonio.blogspot.com) y como secuela del mismo, inicio hoy este repositorio de eufemismos malintencionados. El título lo tomo gratis de un comentario de prensa en que se ha bautizado así, “El rey del eufemismo”, al partido político que actualmente más se lo merece.
Cada vez que tal organización lance a la palestra uno nuevo, que será sin duda interesante, como todos los que vienen adornando su buen decir, lo incluiré en esta página. Confío en que no me dejará desprovisto de material retórico ese imaginativo grupo a las primeras de cambio.

 

Alivio penal

Expresión que, por su significado, alusivo a la liberación de un dolor, un peso, un pesar o, en este caso, una pena, e incluso por su agradable suavidad acústica, por las eles, uve y enes (recuerde el lector aquello de “el ala aleve del leve abanico” del gran Rubén Darío), viene que ni pintada para ocultar, enterrar, sustituir al vocablo amnistía, para cuando se esté hablando de los políticos catalanes cuyos delitos ―los que aún les quedan después del la reforma legal que los descargó de algunos― tienen que ver con su papel o su actividad pública; no abarca a todos los malhechores del nordeste peninsular ni a los de cualquier otra región, claro, solo a esos. Para valorar la calidad y la oportunidad ―y las consecuencias― del nuevo eufemismo, una vez consagrada su función suplantadora, recordemos que la amnistía, léase "alivio penal", como mecanismo legal, no comporta solo el perdón de una condena impuesta por los jueces, sino también la anulación, el borrado de la propia acción ilegal, que desaparece de toda memoria oficial, como si nunca se hubiera cometido.

miércoles, 12 de julio de 2023

PAELLA CÓMODA

 José Antonio Ramos

 


Dicen que la carencia aumenta el deseo, que nada ansías más que lo que tuviste y ya no tienes. Eso lo comprobé hace unos días, mientras estaba de vacaciones en un lugar de la playa onubense. Por diversos motivos, llevábamos mi familia y yo sin comer paella en restaurante o chiringuito varias semanas y la echábamos de menos. Ayudaban aquel ambiente veraniego, aquel paisaje marítimo, aquel cúmulo de terrazas a la sombra, donde iban y venían cervezas heladas y frescos tintos de verano, sardinas asadas y pescaíto. Tal vez tenemos asociado el rico plato valenciano, ya universal, al tiempo de vacaciones, entregados a la arena y el remojón.

Preguntamos dónde podríamos degustar una buena paella y nos aconsejaron un restaurante llamado «La Bocana». Ningún nombre más apropiado. Con una amplia terraza, estaba situado en una de las orillas de un ancho entrante o especie de ría del Atlántico, con pequeñas calas para no más de cinco o seis bañistas cada una. Un azul brillante, intenso, y una agrupación de embarcaciones de recreo componían el fondo de escenario del lugar a la intemperie donde nos sentamos. Por suerte, ese día acariciaba la atmósfera circundante una suave y fresca brisa marina, que nos hizo especialmente gratos la estancia y el almuerzo.

Al leer la carta de comidas, observamos que ofrecía varios tipos de paellas. Una, que nos llamó especialmente la atención, se ofrecía con el marisco ya pelado y las almejas sin cáscara. Al señor que nos tomó la comanda le indicamos que nos habíamos decidido por esa; así nos ahorraríamos la operación manual de despojar de su caparazón todos y cada uno de los diversos animalillos que poblaran la fuente. Mientras tomaba nota, creí oír que el camarero pronunciaba la palabra «señorito». No lo entendí, aunque me abstuve de preguntar. Descarté, por lingüísticamente improcedente y por absurdo, que se tratara de un uso diminutivo de «señor», término con el que en situaciones como la descrita se suele tratar al cliente. Sin más reflexión, me sumé a los que ya se centraban en el condumio, riquísimo por cierto, y no le di mayor importancia al hecho. Elogiamos, eso sí, como un gran acierto haber optado por tan cómoda paella, que pudimos llevar a la boca sin obstáculo, con la simple ida y venida del tenedor, cargado en cada palada de arroz y tropezones. Merecía la pena, a pesar del complemento de 3 euros que tendríamos que pagar.


Concluyó el almuerzo sin postre, pues lo tomaríamos, como solemos, en una heladería. Me trajeron la cuenta y, al revisarla, me sorprendieron un par de palabras, entre ellas «señorito» otra vez, que acompañaban a la denominación de la variedad de paella consumida. Decía: «Paella gandul / señorito». Nos asombramos, reímos la ocurrencia designativa y abonamos el total.

De regreso a la sombrilla, pude encontrar una justificación al primer uso del diminutivo por parte del camarero. Y fijarme con atención y tratar de encontrar una explicación al emparejamiento como sinónimos de «señorito» y «gandul». No tardé mucho en ello, una vez que me vino a la memoria un artículo que escribí hace unos años, titulado «Señorita Trini», que incluí en mi libro digital ¿Cómo dice que dijo? (Antequera, 2017, pp.64-69,

https://drive.google.com/file/d/1cH6XSUmQQBINtxxSiTny-E4J3nE250p-/view?ths=true).

Versa sobre esa fórmula de tratamiento, con la cual Alfonso Guerra se refirió en una ocasión, meses antes, a su compañera de partido Trinidad Jiménez con no poca mala uva. Ella se mostró muy ofendida y respondió airada. ¿Por qué? Porque entendió que la había motejado de holgazana, vaga,  perezosa…, que es el valor que se le da al vocablo con mucha frecuencia en Andalucía, con el permiso de la Real Academia, naturalmente. El señor Guerra enseguida buscó y encontró una coartada: no es ofensivo dirigirse con la palabra «señorita» a una mujer soltera.

Pues este y no otro vi que es el motivo por el que en el léxico de «La Bocana» a la paella en cuestión la denominen, muy justificadamente, «(para) gandul / señorito», no sin su pizca de gracia e ingenio, pues supone una trasposición retórica del producto al comensal.

En nada empece mi disquisición el que, a la vuelta de vacaciones y tras breve búsqueda y consulta, descubriese que en la cuna de la paella, esto es, en la región valenciana, denominan al plato que consumí en Huelva «arroz de senyoret». Ahora, lo que corresponde preguntarse es si lo de «gandul» es un añadido netamente andaluz o no. E imaginar que, si la señora Jiménez y el señor Guerra hubiesen sido alicantinos, por ejemplo, este se hubiese dignado dirigirse a aquella como «senyoreta Trini» para violentarla lo mismo.