miércoles, 9 de noviembre de 2011

LA EVALUACIÓN DEL DEBATE


               En la noche del pasado día 7 tuvo lugar, por fin, el único debate de la campaña electoral entre los candidatos de los dos grandes partidos políticos españoles.  Existe la costumbre, aquí y en todos los países democráticos, de efectuar una valoración urgente al concluir, entre periodistas, comentaristas, tertulianos…, así como mediante una encuesta rápida, por teléfono, realizada a una muestra de población a cargo de empresas demoscópicas. El objetivo es, sobre todo, obtener una calificación en términos de “vencedor” y “vencido”.  En este caso, parece que el triunfo se ha otorgado a Rajoy por una diferencia clara, aunque no demasiado abultada.
               En mi opinión, esa es una manera de evaluar a los aspirantes excesivamente simple,  demasiado imprecisa, como casi todo lo periodístico. ¿Qué significa vencer? Supongo que consiste en ser más o ser menos que el otro en algo, terminar por encima o por debajo…, pero ¿en qué? Seguro que cada uno de nosotros  tendría una respuesta distinta si le preguntaran. Por supuesto, dicha respuesta se relacionaría con lo que esperara del debate y de los participantes antes de celebrarse.
En teoría, actuaciones como las de anoche deberían servir para que el votante se hiciera una idea más clara, más ajustada, de lo que venden los aspirantes, para así cualificar su voto, y eso es lo que buena parte del público espera. Pero no siempre, casi nunca, coincide con  la intención de los protagonistas; su objetivo es otro, pues la mayoría no aspira a que los entiendan, sino a que los voten. Más aún, puede no coincidir la finalidad respectiva de los que se enfrentan, porque depende mucho de la posición de partida en cuanto a intención de voto del electorado, según se refleja en las encuestas, así como de la pertenencia o no al partido a la sazón gobernante, etc.
               En tal sentido, las circunstancias eran muy desfavorables para Rubalcaba, que cargaba con el lastre de una gestión de su gobierno discutida (incluso condenada) por todos. Rajoy, en cambio, no solo se encontraba libre de esa servidumbre, sino que contaba con el recuerdo colectivo de una buena labor en la etapa de Aznar, sobre todo en materia económica, que ahora se ha convertido en el problema capital. Y, además, con las encuestas de cara, como consecuencia de lo mal que lo ha hecho Zapatero, así como, seguramente, de la forma en que el PP ha llevado la precampaña y la campaña. 


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               En tal situación, Rubalcaba, que no parece aspirar a ganar las elecciones, en la noche del debate (seguido por más de once millones de espectadores), se decantó desde el principio por una estrategia clara: a) no darse por aludido cuando Rajoy recordara los pecados de su gobierno, aún en funciones; b) intentar sacar de su oponente alguna concreción programática (de ahí las continuas preguntas), mejor si iba referida a “recortes” sociales, para elevarla retóricamente a la categoría de principio identitario y descalificar así todo el programa del PP como “antisocial”, tintarlo todo de negro, digamos, a partir de una “mancha” pequeñita, confiando en que al día siguiente los titulares de los periódicos (sobre todo, los amigos) se encargarían de colaborar en esta labor; c) destapar las “verdaderas” intenciones del PP, al margen del programa escrito, o no tan al margen, pues buscó el candidato socialista dos o tres frases un tanto ambiguas que pudieran dar pie a interpretaciones como las suyas (aunque también las contrarias); d) callar en la medida de lo posible su proyecto, sus “soluciones”, temiendo una crítica obvia: ¿por qué no has actuado así en estos años? O no son tan buenas dichas soluciones o eres un cínico por no habértelas guardado para usarlas ahora en tu favor.
               Por su parte, el aspirante conservador, respaldado por las encuestas (y también por la sensación de hastío generalizada y el deseo de cambio, de que “se toque ya el final del partido”) y crecido en su actitud por eso mismo, además de buen conocedor de las añagazas del más que veterano socialista, ahora candidato, pero nunca cándido, jugó su partido: a) aunque sin cebarse, desautorizó en varias ocasiones a quien tenía enfrente, aludiendo (con datos)a las tropelías del gobierno del cual era vicepresidente y portavoz, que nos han llevado al borde del precipicio, con frases duras en su contenido, aunque no tanto de forma (Rajoy no suele ser enfático, no intensifica demasiado…, para bien o para mal); b) advirtió hacia donde apuntaban las balas del enemigo y se cerró en banda, no concedió casi ninguna concreción, no desveló casi ningún detalle, pese a que el otro le arrastraba a hacerlo con tantas preguntas, tendentes también a exasperarlo y sacarlo de sus casillas por lo insistentes; c) exponiendo tan solo el esquema o esqueleto de su proyecto (o sea, lo más fácil de explicar y de entender, e incluso de aceptar sin problema), se propuso dar la sensación de tener un proyecto y proyectar así seguridad, confianza en sí mismo, frente a las improvisaciones, bandazos y contradicciones del los socialistas; d) explicó con meridiana claridad y contundencia, sin señalar matices ni riesgos, sin aludir a posibles fallos en la previsión, etc.,  los fundamentos de su plan, basado en el incremento del empleo como eje y columna fundamental, más que en la intervención del gobierno como motor de la activación y recuperación económica, que es el modelo socialista, “evidentemente fracasado”.
               En síntesis, la meta de Rubalcaba era abrir una brecha y colocar una bomba en la fortaleza del contrario; y la de este, no permitir que eso ocurriera e incluso, si fuera posible, incrementar la protección de dicha fortaleza. Definidas así las intenciones, y tomándolas como criterio, como aspectos de mi particular baremo, estoy ya en posición de evaluar y calificar. Me parece que, como la mayoría de los interrogados han dicho, seguramente de modo intuitivo, Rajoy consiguió lo que quería en un porcentaje superior al de su contrincante. 

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