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"TODO LO QUE ERA SÓLIDO": UNA INCOHERENCIA ORTOGRÁFICA

               Acabo de concluir la lectura del último y celebrado libro de A. Muñoz Molina, Todo lo que era sólido. Estoy preparando un comentario, pues lo merece. Pero, mientras, quiero mostrar un fenómeno curioso que he observado en el texto. Se trata de una especie de contradicción o incoherencia ortográfica, consistente en la escritura no uniforme de las oraciones y enunciados interrogativos. A lo largo del libro, aparecen unas veces limitados por los correspondientes signos de interrogación y otras no, sin que se aprecie en ellos ningún elemento que justifique esta diversidad. En todos los casos, la construcción es de interrogación directa. Incluyo algunos ejemplos.
Sin signos de interrogación:
-          “Quién se acuerda ahora de los años en los que irrumpió esa palabra en el idioma con un significado que no había tenido hasta entonces.” (p. 40)
-          “Cuándo fue la primera vez que oímos que alguien había dado un pelotazo: en qué momento la palabra se volvió tan habitual que no había tertulia política en la que no se repitiera.” (p. 40)
-          “En qué imprentas secretas se habrían editado, por qué caminos subterráneos de heroísmo y peligro habían llegado hasta nosotros.” (p. 78)
-          “Qué periódico va a atreverse a criticar a un alcalde o al presidente de una diputación o comunidad si de la noche a la mañana pueden retirarle lo anuncios…” (p. 138)
Con signos de interrogación:
-          “¿Qué pasaba, que ella era otra sentimental de los paisajes rurales? ¿Una de esas personas cursis que quieren que los pueblos sigan siendo nada más que postalitas?” (p. 188)
-           “Nosotros, viniendo de Madrid, ¿qué sabíamos?” (p. 191)
-          “¿Por qué íbamos a ser menos los andaluces que los catalanes o los aragoneses, que ya tenían estatutos nuevos?” (p. 253)
-          “Durante mucho tiempo nadie se paró en la vida política a preguntar lo que se pregunta de manera continua en la vida privada, antes de comprar algo: ¿cuánto cuesta?” (p. 256)
El hecho es evidente.
               Quiero añadir algunas observaciones: a) la ausencia de signos interrogativos abunda en la primera mitad aproximada del libro, hasta las páginas 180 a 190 (de las 296 que tiene), mientras que su uso es casi general en la segunda, hecho al que no encuentro explicación, aunque podría aventurar alguna hipótesis; b) a veces se emplean los signos en expresiones que casi no los necesitan, porque no son auténticas preguntas, sino frases con otro sentido, como el “¿qué sabíamos?” de antepenúltimo ejemplo, que cabe calificar de interrogación retórica, o el “¿cuánto cuesta?” del último fragmento, una cita que podría considerarse próxima al estilo indirecto; c) en algunas ocasiones (“¿Una de esas personas cursis que quieren que los pueblos sigan siendo nada más que postalitas?”) la ausencia de los signos bloquearía la intención interrogativa del enunciado y el autor no puede zafarse de ellos, como lo hace en los que un pronombre, determinante o adverbio interrogativo suplen la ausencia de los símbolos gráficos (véanse los cuatro primeros ejemplos que cito).
               Hay, pues, una ostensible falta de unidad de criterio en el autor y de coherencia en el texto en este punto, totalmente insignificante, es verdad, en la globalidad de la obra, cuya calidad en ningún modo cuestiona. No sé a qué puede deberse, si es algo intencional (como la desobediencia a la ortografía académica de determinados autores, entre los que destaca Juan Ramón con sus “g” y “j”, etc.) o un error fruto del descuido. Eso es el escritor quien deberá aclararlo (si quiere).

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