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PROTERVO (I)

     La palabra protervo y yo nos conocimos hace ya muchos años, varias décadas. Y tal fue su impacto en mi sensibilidad lingüística que la relación entonces iniciada perdura hoy y aun crece, según explicaré. Recuerdo cuándo y dónde fue el encuentro: el curso 82-3 me tocó, mediada ya mi vida profesional, impartir por primera vez Literatura Española en el antiguo COU. El programa me obligó a refrescar algunas lecturas y llevar a cabo otras no realizadas hasta entonces. Entre estas estaba la novela donde se hallaba el adjetivo que hoy me ocupa: Tiempo de silencio, de L. Martín Santos (1961). La elaboradísima y abigarrada prosa del relato me desorientó, al remover y poner a prueba mi competencia literaria, y la palabra me deslumbró cuando se me mostró en las difíciles páginas del libro hasta nueve veces, casi todas en la parte del principio.

    

      La usa una mujer mayor, Dora, que hace de narradora aquí y es uno de los personajes principales, para vilipendiar al “cochino” novio de su poco agraciada hija, a la que abandona después de un embarazo del cual había nacido una niña. La señora no lo puede ni ver, tal como muestran estas otras lindezas que le dedica: “… al parásito ese, padre de mi nieta, que no sé cómo ha salido tan preciosa siendo hija de ese padre, que ni siquiera tenía el aspecto propio de los hombres tan agradables, fuertes y enteros, sino que era alfeñique, hombre de trapo con maneras de torero o todo lo más de bailarín gitano y para mí, que ni siquiera era muy seguro que no fuera un poco a pluma y pelo”; además, “creía que, no sólo se ocultaban en mi casa los muslos blancos de mi niña, sino también un buen gazapo de onzas ultramarinas. En lo que es claro que estaba equivocado”; por eso, “yo casi me he alegrado del abandono porque era un hombre imposible, que la hubiera hecho desgraciada y la hubiera hecho caer hasta lo más bajo. Yo me lo imagino hasta chuleándola, aprovechándose del buen palmito de mi hija y de la apostura heredada del padre que en ella, aunque algo varonil ―no hombruna― había de ser tan poderoso atractivo para todos los hombres que la veían en aquella época”; más aún, “los amigos del protervo eran todos de su estilo como medio hembras también, pequeñitos, mucho más pequeñitos que yo y hablaban andaluz y batían palmas muy bien, que es lo que yo y mi niña más admirábamos en ellos, pues por lo demás no tenían ni cultura ni conversación, pero en aquel mundo de las tabernas lo que más se apreciaba era el saber batir palmas que es una habilidad que contribuye mucho al regocijo de la concurrencia que mi hija rápidamente supo aprender mientras que yo permanecí torpe”.

       En resumen, un ser protervo, tal como se encarga de repetir una y otra vez, hasta nueve, digo, la ofendida señora, como desahogo y envenenado ataque, preñado de sarcasmo: “el protervo bailarín”, “… claro es que si él [otro personaje, tan varonil como bondadoso] hubiera sido como el protervo, la niña hubiera seguido durmiendo en mi cuarto”, “algunos de los amigos que traía el protervo“, “¡Venganza contra el repugnante protervo bailarín hembra!”, “sin duda encarnación del protervo”, “y yo, por dar mayor formalidad a sus salidas, me dejaba llevar con el protervo a diversos sitios donde no le habría permitido ir con mi hija a solas”. A lo largo de este pasaje de la narración, el malvado yerno  –si lo hubiera llegado a ser– se convierte en el protervo por antonomasia, prototipo de individuo inmoral y aprovechado. 

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