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LA ACÓLITA


El padre Antonio pidió a los responsables de la catequesis Post Communionem que seleccionaran tres o cuatro niños para asignar la función de monaguillo. Debían haber hecho la Primera Comunión el año anterior, destacar por su acendrada piedad y su preparación en asuntos de religión, por su esmerada educación y su inteligencia, así como por su buen comportamiento y por llevar una vida acorde con los mandamientos de la Iglesia. Quería chavales avispados, buenos y fácilmente acomodables a los ritos y la liturgia. Por supuesto, tendrían que cumplir con la norma de venir asistiendo sin falta a la misa dominical.

            ―Padre Antonio, ¿podrá ser niña alguno de los aspirantes?

            ―Ya veremos.

Al sacerdote no le cuadró ninguno de los elegidos, Sergio, Pablo y Tony, y solicitó otra terna. Le fueron enviados dos niños, Juan José y Manolo, y, pese a la imprecisa respuesta del párroco o quizás debido a ella, una niña, Puri. Contra todo pronóstico, finalmente la preferida fue la chica, aunque nunca, en ninguna parte, se había visto ayudar a misa a ninguna fémina, fuera adulta o infantil. El sacerdote se la jugó sin preguntar en el obispado, inspirado por los nuevos aires que venían de Roma, con la reciente elección del papa León XIV, abierto a dar un papel más destacado a las mujeres que el que les concedía la tradición eclesial.

Con el pelo rubio y lacio, diez años, delgadita y no muy alta, de piel clara y vivos ojos negros, era, en opinión del cura, la más competente y mejor dispuesta de los seis examinados. Fue el juicio que extrajo de la breve entrevista que sostuvo con cada uno, después de la catequesis quincenal. Lo comunicó a los padres de Puri por teléfono y ellos, personas muy religiosas, acogieron la noticia con gran alegría. No salían, sin embargo, de su asombro ante la impresionante reacción de la jovencita cuando se lo dijeron. 

            ―¿De verdad? ¡Guauuu, superrequetebueno! Ole, Padre Antonio, ¡te quiero! Aaaah, aaah, ¡voy a ser monaguillo de la parroquia! Mamá, papá…Mmm, digo, ¡monaguilla!

Todo esto y más gritó la niña, haciendo aspavientos con los brazos y dando saltitos, antes de abrazarse a su madre y romper a llorar. Esta también dejó escapar una lagrimita al rodear el cuerpo de su hija, que tanto estaba gozando. A la dicha de los tres se sumó Francis, el hermano pequeño. A la familia parecía que le había caído el premio gordo o había sucedido un acontecimiento similar. Influidos por la actitud de Puri, no podían contener el júbilo que los inundó, los nervios con que se condujeron los días siguientes, la adoración que mostraban padres y hermano por la niña, como si fuera el más excelso de los seres.

Ella no cabía en sí y hasta le costó conciliar el sueño las dos o tres primeras noches. Ya se veía subiendo hacia el altar de la iglesia, construido sobre una elevación para que todos los asistentes a la misa pudieran verlo. Se ascendía por ocho escaleras que obligaban al oficiante a recogerse el alba para no pisársela y caer; ella lo auxiliaría en esta operación con sumo agrado. «¿Cómo tendré que ir vestida para ayudar a misa? La ropa de los domingos, claro. O algún vestido o conjunto nuevo que me compren. ¿Falda o pantalón? Deberé ir muy guapa, muy bien peinada, ¿quizás una cola?, y con los zapatos limpios…, nada de zapatillas…». Así dejaba volar su imaginación la futura monaguilla en la cama, antes de dormirse.

Se representaba la misa como si fuera una obra de teatro, en la que ella era coprotagonista. Sabía de memoria buena parte de lo que los fieles respondían en el diálogo ritual con el sacerdote. Sólo le faltaba completar dos de los textos más largos: el Credo («Creo en un solo Dios, creador del cielo y de la Tierra…») y sobre todo el Gloria («Gloria a Dios en el cielo…»), que pocas veces se decía. «A ver, voy a repasar algunos rezos: “Yo confieso antes Dios Todopoderoso y ante vosotros hermanos…”, esta es al principio; otra es: “Anunciamos tu muerte y proclamamos tu resurrección...”. Por supuesto, el Padre Nuestro y el “Santo, Santo…”. Me sé todo lo que hay que contestar cuando el cura dice “El señor esté con vosotros” o “Levantemos el corazón” o “Podéis ir en paz”. Ahora me enseñará el padre Antonio lo que tengo que hacer, dónde debo ponerme, sentada, de pie o de rodillas, y cuándo le acerco las jarritas con vino y agua…, todo eso. Y si hay que tocar la campanilla… Un día la oí tocar al hombre que ahora ayuda a misa y no es una campanilla, sino un conjunto de cuatro o cinco, que suenan todas a la vez. Es precioso ese triiin triiin…, dulce, alegre…, como de cascabeles. Y seré la primera en comulgar, antes de acompañar con la bandejita al Padre para que comulgue la gente…».  Así era la hermosa antesala por la que atravesaba para llegar al sueño la ilusionada Puri.

Los padres pusieron al tanto a los abuelos y comentaron con ellos que no habían visto mayor entusiasmo en su hija desde las vísperas de su Primera Comunión. También informaron a los tíos y a las amistades más cercanas. Todos los felicitaron. De la misma forma reaccionaron los compañeros de Puri en el Colegio Católico “Sagrado Corazón” cuando ella comunicó su nueva condición con incontenible alborozo, al día siguiente de enterarse. Las amigas más íntimas y la tutora le pidieron que actuara de vez en cuando en la misa que se decía en la capilla del centro.

            ―¿Y cuándo empiezas, el domingo?

            ―Ay no sé. Todavía tengo que aprender algunas cosas. El padre Antonio me lo dirá.

            ―Nos avisas qué misa es y vamos. Nosotras llevaremos a gente de la clase. Y a nuestros padres.

            El padre Antonio ensayó varias veces con Puri los movimientos que debía hacer, dónde se tenía que situar en cada momento, si sentada, de pie o de rodillas, cómo pondría los brazos y las manos, que nunca pasara por delante del altar, etc. La niña lo aprendió todo perfectamente en tres sesiones. De su aplicación e interés se percató satisfecho el párroco, así como de su actitud de recogimiento y de los ceremoniosos desplazamientos en torno al altar, con paso corto y andar cuidado. Tan solo faltaba ya un detalle: la respuesta del Obispado a la solicitud que, ahora sí, cuando ya estaba culminando la formación de la acólita, realizó el padre Antonio. Estaba casi seguro de que sería afirmativa ―solo casi―, y así lo deseaba, no solo él, sino también Puri y todas las personas que estaban enteradas, empezando por los padres y abuelos, y terminando por las amigas del colegio. Pero también podría denegarlo el prelado, fundado en la norma aún vigente que establecía la prohibición de la participación de mujeres en la liturgia de la Santa Misa, fuera de la de la lectura de los textos bíblicos previa a la del evangelio.

El momento del posible debut de la monaguilla no se dilataría ya mucho. Sin que la incertidumbre se hubiera despejado, el sacerdote fijó provisionalmente el día: sería a las tres semanas, o sea, el tercer domingo de mayo, en la misa de 12. Todos los que esperaban con vivo deseo la primera actuación de Puri, familia y amigos de ella y de sus padres, quedaron avisados y, por supuesto, invitados. La madre se ocupó de la ropa y el calzado, así como también del peinado: una cola baja, que juzgó lo menos llamativo para el acto religioso.

Como era ya costumbre, tanto los adultos como los niños que desempeñaban algún papel en las misas u otros oficios vestían una túnica de color blanco o hueso, ceñida en la cintura con un cíngulo que caía desde el nudo hasta casi los pies. Ambos los recogió Puri de la parroquia, para efectuar una prueba y que su madre hiciera los arreglos oportunos. La primera vez que la chiquilla se vio en el espejo así revestida, no pudo menos de emocionarse y quedar invadida de un intenso fervor; el corazón le dio un vuelco cuando imaginó que la prenda, semejante al sagrado ornamento del celebrante, la elevaba hacia un orden de superior espiritualidad. Ninguna indumentaria de todas las que había estrenado le había satisfecho tanto, con ninguna se había sentido tan plena y cálidamente arropada.

El sábado anterior al domingo previsto todavía no había recibido el cura el permiso del señor obispo. Mantenía la duda sobre qué sería mejor, si seguir adelante con la iniciativa o parar el proceso hasta que llegara la respuesta. No quería ni imaginar lo que supondría una contestación negativa a última hora. Pensaba que originaría el derrumbamiento más absoluto del alma de la niña y, por eso, un terrible revés para los padres. Todo ello si él acataba la decisión, cosa a la que estaba obligado. De no hacerlo, seguramente le caería una reprimenda y algún apercibimiento o incluso un castigo. De acuerdo con la familia, acordó un momento para adoptar una medida definitiva: el sábado por la tarde. No se recibió en el ordenador de la parroquia ninguna contestación, el tan esperado correo electrónico que había pedido el padre Antonio no había llegado al término de la misa vespertina. Finalmente, en un acto de gran valor y atrevimiento, así como de coherencia con sus propias ideas, el párroco determinó que, por encima de todo y cayera quien cayera, obtuvieran o no autorización, la chica ayudaría a misa el día siguiente.

―Yo asumo la responsabilidad ―aseguró con firmeza el párroco a los padres, en presencia de Puri.

El acuerdo fue en la sacristía, un estrecho local lleno de armarios y cómodas. Los padres y la misma Puri dieron un abrazo al padre Antonio y salieron de la iglesia con gran alegría, aunque también preocupados por lo que le podría caer a tan íntegro y brioso sacerdote, el cual se había ganado el respeto y cariño de los afectados.

A las doce en punto comenzó la misa. Un pequeño coro de voces mixtas y un modesto órgano electrónico darían realce a la celebración. Mientras cantaban el introito, el padre Antonio y su monaguilla Puri ascendían solemnes hacia el presbiterio, en el que brillaba una poderosa iluminación, y se colocaban tras el altar de cara a multitud de fieles, mayores y niños compañeros de Puri, que llenaban el templo. Se rezó el “Yo confieso ante Dios…”, se entonó el “Señor ten piedad…” y el hombre que hacía de ayudante habitual leyó los dos textos bíblicos y las preces. A lo largo de todo el oficio, el rostro y los gestos de Puri, sus manos unidas en el pecho, expresaban el gran recogimiento y devoción con que llevaba a cabo la tan deseada función. En el fondo de su corazón sentía la llamita de gozo y paz que le proporcionaba el estar por fin donde estaba y haciendo lo que hacía, tan cerca de Dios, solo amenazada por un soplo de temor y ansiedad provenientes del riesgo de estar cometiendo ilegalidad o desobediencia.

Llegó el momento del ofertorio. Puri acercó las vinajeras y, cuando el celebrante se disponía a vaciar el vino y las gotitas de agua en el cáliz, vio cómo subía al presbiterio el monaguillo adulto con un papel en la mano. El corazón de todos los presentes, y sobre todo el de Puri, inmóvil donde se hallaba, se encogió hasta casi dejar de palpitar. Sobrevino el silencio más absoluto. El órgano cesó su introducción al cántico que se iba a interpretar. El padre Antonio tomó el papel y miró hacia los fieles.

            ―Permitidme que lea esta nota. “Reverendo padre Antonio, por decisión del Señor Obispo de la Diócesis ―la expectación, la inquietud crecieron hasta límites insospechados―, le comunico que, en las misas que se celebren en la parroquia que Su Reverencia regenta puedan actuar como ayudantes personas tanto de sexo masculino como femenino. El señor obispo, así como yo mismo, esperamos y deseamos que todos comprendan y acepten esta novedad, que estamos seguros se extenderá a otras zonas por el respeto debido a la igualdad entre hombres y mujeres. Suyo afectísimo, Jaime Luis del Campo, Vicario General”.

La tensión explotó en un sonoro y largo aplauso. Todos se abrazaban exultantes con las lágrimas a punto de brotar. El padre Antonio dio un beso en la mejilla a Puri y ambos cruzaron sus manos, rebosantes de contento y orgullo.

Al cabo de unos minutos, el párroco expresó por el micrófono su agradecimiento al señor obispo y su confianza en que se cumplirían sus deseos. Después continuó la misa, la misa a la que estaba ayudando una niña, Puri, la primera acólita de la historia. 




 

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