
Noel
tenía 6 años. Estaba en Primero y, al llegar a su clase, le contó a su señorita
lo que había visto. También ella se sorprendió. No sabía que hubiera gorriones
blancos. Ni siquiera había oído o leído que pudiesen existir individuos albinos
en esa especie, como los hay en la raza humana.
Noel
estuvo toda la mañana impaciente por regresar a casa y mirar al pajarillo
blanco. Llegó a la altura del árbol, pero no estaba ya. Otros muchos, de color
pardo, piaban y revoloteaban.
A la
mañana siguiente, se repitió el fenómeno del día anterior: el pajarillo descansaba
en su rama, la misma. Pero ya no era blanco, sino ¡de color rosa! Noel se
acercó y comprobó boquiabierto el color del pájaro, muy parecido al del helado o al del petit suisse de fresa, mejor, al algodón de azúcar. “Este sí que es
raro. Mucho más que el color de ayer”.
Con los ojos muy abiertos, estuvo unos minutos mirando el original
plumaje. El niño estaba muy impresionado. También muy contento de que le
ocurriera a él esta maravilla. A la vuelta del cole, como el día anterior, el
animalillo había volado.
Durante diez días estuvo desarrollándose la misma escena. En ese tiempo, el gorrión cambió cuatro veces más de color. Noel nunca había salido de casa tan contento y tan temprano, incluidos el sábado y el domingo, aunque no hubiera clase. Nada más despertarse, ya estaba pensando en su pájaro, al que sin duda le estaba tomando cariño. Los ojillos y movimientos del animal también parecían denotar interés por el niño.
La última vez que se encontró con el gorrión fue un viernes. Ese día, el ave estaba de un tenue amarillo limón, muy brillante, deslumbrante podríamos decir. Noel iba con su mochila y una bolsa grande, en la que su papá le había colocado con sumo cuidado una torre de muchos colores, que el chico había hecho con vasitos de yogur, como trabajo de Plástica. Los había ido coleccionando, ensamblando y pegando en su dormitorio, junto a la ventana. Imitaba una torre, pero parecía la fachada de una atracción de feria. A la señorita le gustó mucho.
Por la tarde, después de merendar, Noel estuvo recogiendo todo lo que había usado para edificar la torre: tijeras, pegamento, recortes, lápices y rotuladores, grapas… De pronto, un pajarito entró en la habitación. Le recordó la imagen de su gorrión de colores. Pero este era como todos, gris pardo. El pajarito estuvo revoloteando unos instantes. Noel se levantó y trató de atraparlo. Enfiló entonces hacia el rincón que el niño había dejado libre. Se posó en el suelo y empezó como a buscar algo. Daba unos pasitos, olía, volvía otra vez, miraba… “¿Qué querrá, qué buscará?”. Daba la impresión de que deseaba algo que ya no había. Cuando estuvo seguro de que no cumpliría su deseo, el pájaro se fue por donde había llegado.
Noel se quedó pensativo. Le venía la imagen última del ave, la del viernes, tan radiante. Sin saber por qué, se acordó de que la tarde anterior, la del jueves, la merienda había sido un yogur del mismo color, amarillo limón. Y que el vasito amarillo había sido el último agregado a la torre. “¡Ahora lo comprendo!”.
Durante diez días estuvo desarrollándose la misma escena. En ese tiempo, el gorrión cambió cuatro veces más de color. Noel nunca había salido de casa tan contento y tan temprano, incluidos el sábado y el domingo, aunque no hubiera clase. Nada más despertarse, ya estaba pensando en su pájaro, al que sin duda le estaba tomando cariño. Los ojillos y movimientos del animal también parecían denotar interés por el niño.
La última vez que se encontró con el gorrión fue un viernes. Ese día, el ave estaba de un tenue amarillo limón, muy brillante, deslumbrante podríamos decir. Noel iba con su mochila y una bolsa grande, en la que su papá le había colocado con sumo cuidado una torre de muchos colores, que el chico había hecho con vasitos de yogur, como trabajo de Plástica. Los había ido coleccionando, ensamblando y pegando en su dormitorio, junto a la ventana. Imitaba una torre, pero parecía la fachada de una atracción de feria. A la señorita le gustó mucho.
Por la tarde, después de merendar, Noel estuvo recogiendo todo lo que había usado para edificar la torre: tijeras, pegamento, recortes, lápices y rotuladores, grapas… De pronto, un pajarito entró en la habitación. Le recordó la imagen de su gorrión de colores. Pero este era como todos, gris pardo. El pajarito estuvo revoloteando unos instantes. Noel se levantó y trató de atraparlo. Enfiló entonces hacia el rincón que el niño había dejado libre. Se posó en el suelo y empezó como a buscar algo. Daba unos pasitos, olía, volvía otra vez, miraba… “¿Qué querrá, qué buscará?”. Daba la impresión de que deseaba algo que ya no había. Cuando estuvo seguro de que no cumpliría su deseo, el pájaro se fue por donde había llegado.
Noel se quedó pensativo. Le venía la imagen última del ave, la del viernes, tan radiante. Sin saber por qué, se acordó de que la tarde anterior, la del jueves, la merienda había sido un yogur del mismo color, amarillo limón. Y que el vasito amarillo había sido el último agregado a la torre. “¡Ahora lo comprendo!”.
- Mamáaaaa -gritó, mientras corría hacia el salón-. El
color del pajarillo…, bueno, los colores…, o sea…
- Noel, tranquilo, tranquilo, ¿qué pasa? Dime.
- El color de cada día era el mismo que el del yogur de la merienda de la tarde anterior. El pajarillo entraba o miraba desde la ventana, olía, o… yo qué sé…, y cambiaba sus plumas.
- ¿Si? ¿Y cómo lo has sabido?
- Acaba de meterse en mi cuarto y de rebuscar donde yo tenía mi torre de vasitos. No ha visto el de hoy y se ha ido.
- Noel, tranquilo, tranquilo, ¿qué pasa? Dime.
- El color de cada día era el mismo que el del yogur de la merienda de la tarde anterior. El pajarillo entraba o miraba desde la ventana, olía, o… yo qué sé…, y cambiaba sus plumas.
- ¿Si? ¿Y cómo lo has sabido?
- Acaba de meterse en mi cuarto y de rebuscar donde yo tenía mi torre de vasitos. No ha visto el de hoy y se ha ido.
En
efecto, el sábado no estaba el pájaro en el árbol. O era uno de los muchos que se
movían por allí sin distinción de color y sin ganas de destacar. Noel nunca más
pudo ver a su mágico gorrioncito. No obstante, durante años, ni una tarde dejó
de merendar yogur, aunque solo fuera como recuerdo y homenaje a su querido Colorines, como lo bautizaron la abuela
Ana y él, después de la desaparición. “A lo mejor solo quería jugar”.
Bonito y colorido relato.
ResponderEliminarUn abrazo,
Rato Raro
Gracias, Rato. Ya te escribiré otro a ti, así que sea wapo. Jjeje.
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