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ACONSÉJAME UN LIBRO

 



Nunca viene mal un buen consejo. Lo que ocurre es que no siempre resulta fácil dar con el adecuado, con el que el receptor necesita o está dispuesto a aceptar. Más aún, muchas veces no se halla uno preparado para ayudar con una frase o una palabra a la persona que evidentemente las necesita. Estas comprobaciones valen para los consejos en general, pero aquí quiero ceñirme a la acción que demanda el título: «Aconséjame un libro».

Suele darse tal situación en las librerías, donde el cliente solicita tras el mostrador o ante las estanterías, repletas de ejemplares, un título en condiciones. También en las bibliotecas. Generalmente, se trata de una novela. Si el librero o bibliotecario son profesionales con experiencia, tras algunas comprobaciones sobre si es para el mismo solicitante o para otra persona, las preferencias de uno u otro, sus hábitos lectores, el cálculo aproximado, tácito o no, de la edad y la formación, etc., no dudan en acudir a la estadística y manejar alguna lista de ventas actualizada o incluso el propio índice del establecimiento. Si, además, son buenos lectores, se servirán de su propia opinión. Ello, sin dejar de lado la información que ofrecen las editoriales al hacer la publicidad de sus publicaciones. Puede que todo se resuelva felizmente y que el destinatario de la compra o petición quede relativamente satisfecho tras la lectura. De todos modos, el vendedor o el responsable de biblioteca, aunque pongan en juego todos los recursos de que disponen, nunca podrán estar seguros de que habrá un final feliz. El principal obstáculo se presenta cuando se trata de un usuario muy novel, con escasa veteranía como lector, pues, paradójicamente, suelen ser individuos extremadamente exigentes a causa de su escaso aprecio por la mayor parte de las obras literarias que caen en sus manos o les pasan cerca, a las cuales ponen mil condiciones para otorgarles aceptación. Es el caso, por ejemplo, de los adolescentes y jóvenes, poco o nada aficionados en su mayor parte a lo escrito, y de las personas que, sea cual sea su edad, cuentan con un bagaje muy escaso de lecturas a sus espaldas.

Precisamente, aconsejar o imponer lecturas a los niños y adolescentes es misión de maestros y profesores, sobre todo los de Lengua ―entre los que me encuentro―, en los centros escolares. Tarea muy ardua, sin duda, aunque casi nunca se evidencia ni es motivo de queja por parte de los docentes. Para mí tengo que no les faltarían razones para lamentarse. Primero, está la índole de los receptores, carentes en general de interés y motivación, además de suficiente competencia lectora, sobre todo cuando se enfrentan a textos literarios, hecho que, por otra parte, significa un esfuerzo mental y físico para los cuales no están entrenados. El tirón de la imagen es cada vez más potente y consigue salir casi siempre victorioso frente a la cultura de lo escrito.

Destaco, además, la muy limitada información de los docentes para programar o aconsejar lecturas, fuera de las obras de autores clásicos archiconocidos, cuyos textos se repiten año tras año, casi mecánicamente, como obligatorias.  Cito, por ejemplo, El principito, el Lazarillo, Platero y yo, alguno de E. Salgari, J. London, R. Kipling, R.L. Stevenson, o entre los españoles, de R.J. Sender, J. Sierra i Fabra, etc.

Me atrevo a afirmar que los maestros y profesores tienen bastante menos conocimiento de la literatura infantil y juvenil actual que los libreros y bibliotecarios. Y, lo que es peor, en muy pocos casos les mueve el ánimo a estar mejor documentados y más al día. Más aún, de la biblioteca del centro, la cual suele permanecer poco o nada actualizada, apenas suelen haber leído más de unos cuantos libritos. Se compran pocos títulos nuevos cada curso y, por lo que he dicho arriba, con escaso criterio. Así las cosas, se deja que, como lecturas no obligatorias, los niños y adolescentes elijan los volúmenes que les llamen la atención por algo, seguramente poco importante, como la portada, si tiene o no imágenes, el número de páginas (mientras menos, mejor) y el tamaño de la letra (cuanto mayor, mejor).

Con este panorama, el cultivo y la actividad de la lectura se da en el aula dentro de una atmósfera muy poco propicia, no se respira entusiasmo en el escaso diálogo entre enseñantes y alumnos sobre las cualidades que encierran las páginas escritas, sobre lo bien que se puede pasar leyendo, sobre las singulares historias y los íntimos sentimientos que se pueden vivir, sobre la multitud de personajes que aguardan deseosos de darse a conocer y apreciar, etc. Lo normal es que no cunda la pasión por la literatura ni expresen su devoción lectora quienes, en realidad, tienen la obligación de despertarlas e intensificarlas, no solo informando, aconsejando, sino sobre todo mostrando y trasmitiendo el agrado, el placer, la satisfacción, el provecho que proporciona el leer. Sabido es que la educación resulta eficaz cuando lo que se ofrece a la estimativa de los niños son no solo conceptos o datos, sino sobre todo vivencias.

Por lo que he visto, los profesores y maestros somos, en general, poco cultivadores de la lectura y menos aún devotos de lo escrito, lo que, como digo, les dificulta, si no les imposibilita para fomentar tales actividades y actitudes en los educandos. Hay excepciones, pero yo no he visto tantas como sería de desear.

A la vista de tal panorama, ¿qué se puede hacer? Según me parece, algo se puede intentar. En primer lugar, la administración educativa debería brindar a los profesores y maestros la información actualizada acerca de publicaciones infantiles y juveniles que por su cuenta no puede obtener, sobre todo por falta de tiempo y medios. En la provincia de Málaga hubo hace años un departamento en la Delegación encargado de asesorar al profesorado sobre esta materia. Funcionó perfectamente hasta que, como siempre pasa, se suprimió por no se sabe qué motivo. Publicaba una revista periódica, muy completa y atractiva, donde no solo se destacaba una serie de últimos títulos, con breves reseñas y valoraciones, sino que también se sugerían actividades de biblioteca para la animación y el fomento de la lectura. Hacía una labor semejante a la del librero o la del bibliotecario descrita antes, pero muchísimo más completa y variada. El responsable de tal departamento era no solo un gran especialista, sino un auténtico enamorado de la literatura para niños y jóvenes. Se echó de menos su gran trabajo cuando se extinguió. Una vez conocida la experiencia, y por principio, una figura como esa, o un pequeño equipo de similar función, me parece imprescindible en al ámbito provincial o regional. Hace tiempo también fue creado el Centro Andaluz de las Letras, supongo que con idea de expandir el cultivo de la lectura. Hasta donde conozco, no tiene ni ha tenido relación con los centros educativos.

En segundo lugar, los docentes, cada maestro y profesor (al menos, los de Lengua y Literatura, aunque ojalá fueran todos) podrían esforzarse por sembrar y alimentar en su conciencia profesional el amor a la lectura. Digo amor, porque, como apunté arriba, son el aprecio, el entusiasmo, la verdadera afición lo que antes y mejor perciben los alumnos en los enseñantes. Si no te gusta la Biología, no te hagas profesor de Biología: tus alumnos notarán que eres ajeno emocionalmente a ella y saldrán lo mismo de poco adictos. Y viceversa. Pero, ¿cómo se aficiona una persona a la lectura? La respuesta es fácil: leyendo. Para unos supondrá una voluntad especial y para otros, porque han nacido así, será como respirar. Mas, si queremos que los alumnos terminen la enseñanza obligatoria con un mínimo de hábito lector, basado en un aprecio creciente de la literatura, debemos antes poseerlos nosotros. Yo sugeriría lo siguiente: el docente tiene que estar leyendo un libro siempre, encadenar uno con otro, sin prisa, saboreando cada obra. Más aún, propondría que esas lecturas morosas, fueran de dos tipos: unas, de libros para adultos elegidos libremente, según los gustos de cada uno, y otras, de libros de la biblioteca del centro, incrementada cada curso dentro de lo posible.

Únicamente con este bagaje (conocimiento y actitud) y con el apoyo del asesoramiento externo, creo que es posible que des una respuesta segura e incluso apasionada al niño o adolescente cuando te pide a ti, su maestro o profe de Literatura, le aconsejes un libro, porque quiere ―y espera― poder explayarse, entretenerse, nutrirse  con él.


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