Las
personas mayores, como suele denominarse eufemísticamente a los ancianos y a
los que están próximos a ellos, somos carne de cañón para las empresas,
organizaciones, instituciones y particulares que, por teléfono o visitas a
domicilio, pretenden vendernos productos, objetos o servicios que no
necesitamos, haciéndolos pasar por imprescindibles. No es que sea la única
franja de edad marcada como prioritaria a la hora de promover una compra, pero
sí se considera un colectivo bastante fácil de persuadir a través de los procedimientos
citados. Por razones distintas, los jóvenes también gastan o hacen gastar a sus
padres una buena pasta con el fin de tener algo simplemente porque está de moda
o prima en su entorno (indumentaria, teléfonos y máquinas digitales, ocio…). Y
no están exentos los consumidores de mediana edad, que son los que,
comparativamente, poseen en general más recursos económicos. A cargo de la
publicidad, todos, viejos y jóvenes, hombres y mujeres, estamos sometidos a una
presión consumista que aumenta y se intensifica día a día sin que nos demos
mucha cuenta. Desde una perspectiva histórica, veo que son dos los
poderosísimos instrumentos a través de los cuales se viene tratando de manipular
al público para que desperdicie su dinero: la publicidad e internet, distintos,
aunque a veces superpuestos.
La
propaganda, como se denominaba antes la publicidad, es tan antigua como el
mundo, pero comenzó a naturalizarse como un contenido massmedia y elevarse al rango de poder socioeconómico cuando
nacieron y poco a poco se incrementaron los periódicos semanales o diarios,
hace más de dos siglos. Su presencia llegó pronto hasta el punto de apoderarse
de buena parte de las páginas de publicaciones supuestamente informativas.
Alguien ha dicho, con razón, que una revista, por ejemplo, es una colección de anuncios
entre los cuales se intercalan algunos artículos. La popularización de los
aparatos de radio y la televisión han hecho crecer la publicidad y han
contribuido a su influjo sobre la mente del ciudadano hasta límites
insospechables. El exacerbado consumismo como nota destacada de nuestro modo de
vida actual no habría sido posible sin la contribución y los efectos de la
publicidad.
El
principal mecanismo utilizado por la propaganda es el engaño, que maneja con extrema
maestría y con imponente descaro. Serán unas vacaciones en el Caribe, un cochazo
marca X, la crema antiarrugas, antimanchas y antitodo, el fin de semana en el
hotel Y a pie de playa, los vestidos y trajes de El Corte Inglés, tal perfume o
crema de afeitar, etc., etc., presentados de manera tal que parezcan deseables,
asequibles, factores de felicidad, de aceptación social, de salud y bienestar,
etc., es decir, como bagajes insustituibles para alcanzar una vida excelsa y
que, por lo tanto, hay que poseer a toda costa. Más de la mitad de la
información que contiene un spot
publicitario es falsa, es mentira, es pura apariencia, fantasía. El engaño es
la esencia de la publicidad, junto con la repetición machacona, la insistencia
sin descanso. Por otra parte, la argumentación publicitaria se sustancia en
pura emotividad, apelación al instinto, intento de conmover, casi nunca razonar
y convencer.
También
tiene carta de naturaleza la publicidad en internet y con igual o más presencia
aún que en los demás medios audiovisuales o gráficos. Las páginas digitales
están repletas de anuncios que se cargan y aparecen en cualquier punto y
momento. Lugares que yo frecuento, como YouTube, Facebok, Instagran, entre
otros, son buen ejemplo de ello. Y, si estás buscando cualquier información
mediante Google, la enorme cantidad de mensajes publicitarios preparados para saltar
en cualquier sitio que selecciones llega hasta el agobio, pues estorban el
camino que vas siguiendo para encontrar lo que deseas.
Debe
estar bien atento y hasta entrenado el usuario para hacer caso omiso de buena
parte de lo que sale en su pantalla y no caer en la trampa. Porque este, la trampa, es el mecanismo del
que cada vez con más frecuencia, desfachatez y sofisticación se abusa en la web. Voy a poner varios ejemplos para
aclarar a qué me refiero. Andaba yo persiguiendo en Google un programa de
edición de audio. De entre las primeras entradas alusivas al mismo, elegí una
que creí interesante y útil, con la esperanza de que me serviría. Se abrió la
pantalla correspondiente, en la cual se veía el nombre de la herramienta a la
izquierda y un letrero a la derecha con la palabra DESCARGAR bastante más
visible por el tamaño y el color. Sin detenerme demasiado, pinché en dicho
letrero y, oh sorpresa, empezó a descargarse otro programa distinto del que pretendía, más
completo, pues abarcaba no solo trabajo con audio, sino también con vídeo. Di
marcha atrás, miré su nombre y busqué información específica sobre él. Resultó
que, aparte de las excelencias con que se describía, ofrecía un mes de uso
gratuito, transcurrido el cual se bloquearía si no se efectuaba la compra. La verdad
es que no era muy caro, creo que no llegaba a 100 €, pero el procedimiento no
puede ser más fullero. En casos así, el objetivo es que te descargues el
recurso que te ofrecen, lo uses durante un mes, te acostumbres a él e incluso
te agrade y, al final, en contra de lo que pensabas hacer, pagues. Otro caso:
actualmente soy usuario de un programa de actividades on line para el aprendizaje de idiomas. Y he visto que, después de
unas semanas, empezó a aparecerme un letrero diciendo: «¿Quieres que no haya anuncios?»
o algo así. Al principio no entendía a qué se estaba refiriendo, salvo lo que
indicaba la literalidad de la frase. Después de indagar un poco, me enteré de
que la empresa ofrece una versión de pago, en la que no hay publicidad, opción a
la cual te abonas si le das «aceptar»
( o sea, «sí»)
a la dichosa pregunta. Sin duda, el ardid es perverso y avieso el inventor. Un
último caso, donde se ve mejor aún la perversión: en la última factura de la
entidad que me sirve telefonía, televisión e internet veo un incremento de aproximadamente
un 50% respecto a lo que venía pagando desde hacía bastante tiempo. Llamé y,
para mi asombro, me explicaron lo siguiente: me había suscrito a dos servicios
de no recuerdo qué naturaleza ni firmas, mediante la mera acción de «aceptar» el ofrecimiento de cookies en algunas de las páginas en que
normalmente entro para realizar búsquedas; más aún, el pago de dichos servicios
se carga en la factura de la compañía de teléfono-internet-televisión porque la
supuesta suscripción involuntaria se efectuó ―como no podía ser de otra manera―
empleando la línea que me ofrece dicha compañía. En la factura, el citado
incremento aparece bajo el simple epígrafe «Consumo», con lo que no se me
informa de quién y para qué me cobran ese 50%. De haber pagado y de la cantidad
me he enterado, pues, cuando ya está cargada en mi cuenta la factura y la
acción es irreversible.
Creo
que estas tres experiencias dejan clara la estratagema con que muchas marcas,
aplicaciones, sociedades, organizaciones, compañías, etc., operan en internet.
Supongo que están dentro de la legalidad, pero deben ser calificadas de absolutamente
inmorales. Juegan con las circunstancias
en que se hace uso con mucha frecuencia del ordenador o el móvil
(inexperiencia, urgencia, falta de atención o de precaución…) para que el mayor
número de usuarios de la web caiga en
los agujeros trampa que pueblan la pantalla cuando navega.
En
conclusión, amigo lector, hay que espabilarse, estar alerta, ponerse en guardia
para no sucumbir a los envites a tu bolsillo que, a través de los medios de
comunicación, nos lanzan a menudo, sutilmente, oscuras fuerzas, ocultas tras la
bella y atractiva faz de miles de anuncios publicitarios o a hombros de
ingeniosas piruetas técnicas en millones de páginas web, tan sagaces como malévolas.
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