viernes, 19 de agosto de 2016

RE-DEFINIR AL RECEPTOR (I)


Una de las condiciones indispensables para que un acto de comunicación tenga éxito es que el emisor posea una imagen acertada del receptor y adapte su enunciación a él. Es decir, que quien habla o escribe se haya formado una idea atinada del perfil característico de aquel o aquellos que lo escuchan o lo leen. Porque lo importante no es de quién se trata y cómo es el destinatario, sino de quién cree el emisor que se trata y cómo cree que es. Y lo determinante es que ambas realidades coincidan o lo hagan en la mayor medida posible. De no ser así, la consiguiente falta de acoplamiento del discurso al receptor será fuente segura de inconvenientes y dificultades, que entorpecerán e incluso imposibilitarán la comunicación. Está, por ejemplo, el típico caso en el que el niño o niña preadolescente se ve en la situación de decirle a sus padres: “Me habláis como si fuera un bebé. Ya soy mayorcito/a”; o, al revés, los padres o los abuelos deben reprocharle: “A tu madre no le hables más así”. O bien esa otra circunstancia en la que un profesor o un orador eleva tanto la forma y/o el contenido de su exposición, que obstaculiza la comprensión por su falta de adaptación a un público que ni conoce ni se ha preocupado de conocer. Aunque la escena más simple y clara es aquella en la que un señor se nos acerca por la calle, una calle española, para hacernos una pregunta en francés o en alemán, sin caer en la cuenta de que lo más probable es que no sepamos su idioma o no con tanta perfección como para entenderlo y responderle. Permítaseme traer aquí, porque viene a cuento del asunto que tratamos, el comienzo  de un relato mío, “El príncipe desterrado”, con el que me atreví a redactar una continuación de “El príncipe destronado”:

Hola. Soy Quico, el niño de la novela El príncipe destronado, que escribió Miguel
Delibes. Se ha muerto, ¡qué lástima! Era como mi abuelo. Ahora tengo seis años y medio. Estoy más grande, pero con los mismos rizos rubios y ojos azules. Y, por eso, todavía me confunde a veces la gente con una niña. Cuando alguien me dice: “¡Qué chica tan mona!”, le contesto: “Yo soy un tío, y usted, ¿qué es? “. O me echo mano a la bragueta y le suelto:“Soy un niño, si quiere se la enseño”. Y se ríen, pero se nota que es de vergüenza. (Cuentos con niño. Madrid, 2013)

Todos estos errores son, generalmente, fruto del descuido, de no poner atención cuando se ha de tomar la palabra en una interacción, o de la falta de prudencia. Naturalmente, también cuenta en numerosas ocasiones la ignorancia procedente de no poseer los recursos necesarios para cambiar de registro y acomodar el habla al interlocutor, o de desconocer que no siempre ni a todo el mundo se le puede hablar de la misma manera. Los jóvenes, no todos pero sí muchos, tan solo saben expresarse con un lenguaje y un tono coloquial, el que emplean con los amigos y, en general, con sus iguales, cosa que les impide estar a la altura cuando deben afrontar asuntos en instituciones u organismos oficiales, en oficinas y despachos,  por ejemplo, en los que la propia temática requiere más esmero lingüístico.  Un querido compañero y amigo suele decir que “el tuteo es un puteo”, refiriéndose a quien, con no poca desfachatez, se atreve a tutear a todo superior (en lo que sea) o desconocido, para “acortar distancias”, ya que, al fin y al cabo “todos somos iguales”.
Los chistes, en los que el resultado humorístico se funda en la ruptura de alguna norma comunicativa o social, muestran actuaciones bastante ilustrativas. No sé si el lector recordará la época, hace unos veinte años, en la que se puso de moda crear historias que ridiculizaban al ministro Fernando Morán, los “chistes de Morán”, en los que él exhibía una notable falta de inteligencia y un extremo despiste. Creo que este nos servirá:

Va Fernando Morán en el avión y, a pesar de no conocerse, poco a poco entabla conversación con su compañero de asiento. Llegan a una cierta confianza y este le dice al ministro:
- Te voy a contar un chiste de Morán.
- Yo soy Fernando Morán.
- Ah, bueno, entonces lo contaré despacito y luego, si eso, te lo explico.

Aquí, naturalmente, se da una importante quiebra comunicativa: por una parte, el compañero no se percata de lo que comporta que esté hablando con el mismísimo ministro y de que puede incurrir, por tanto, en una falta grave de cortesía; aunque, por otra, manifiesta su deseo de adaptación máxima al receptor, proponiéndose narrar con la mayor simplicidad y parsimonia la historia e incluso explicarla luego. Así, no sabemos quién es más tonto, si el gobernante o su nuevo amigo. 

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