sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS LEYES DEL SILENCIO


          "Cada uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla", dice una conocida frase atribuida a S. Freud. Encierra un pensamiento algo timorato, abiertamente refrendado, creo, por nuestro refranero: "En boca cerrada no entran moscas", "Quien mucho habla mucho yerra", "Por la boca muere el pez", etc. Al parecer, en el libro de la filosofía popular, tan dada al sí pero no, a la ambigüedad y a la contradicción, aunque también temerosa de la aventura y el riesgo, esta doctrina parece clara: el silencio es una virtud, un acierto, una buena apuesta, una acción, mejor dicho, una omisión prudente y beneficiosa.

          En la actividad comunicativa, el silencio está regulado. Hay unas normas sobre cuándo hablar y cuándo callar. Las situaciones donde resultan más fáciles de reconocer son las que llamamos formales, por oposición a lascoloquiales, en las que muchas reglas se aplican con bastante laxitud. En general, la reglamentación en torno al silencio se basa en el concepto de posesión de la palabra oturno. Están obligados a callar todos los participantes en un acto de comunicación a quienes no les corresponde tomar la palabra o hacer uso de turno. El caso más extremo es el de los monólogos; en ellos, una persona acapara la totalidad del discurso, dentro de un formato de comunicación unidireccional. Los medios audiovisuales y, por supuesto, escritos pertenecían a esta clase por imperativos técnicos hasta hace poco; ahora es posible algún grado de interactividad. Las conferencias, los mítines, las clases magistrales, etc., son otros tantos ejemplos de monólogos, aunque a veces concluyen con un tiempo dedicado a preguntas, propuestas, observaciones o comentarios; de ahí que se hable de 'charla-coloquio'. Creo que tal vez esté perdiendo vigencia el monólogo, incluso en la comunicación de masas.
          En el extremo opuesto, tenemos la conversación cotidiana, en la que no cabe otra modalidad que el diálogo. Así como en el monólogo 'no puede' hablar más que uno, aquí les está permitido a todos los presentes, sobre los cuales recae, además, un cierto compromiso de participación, como contribución al coloquio. Se mantiene el respeto a los turnos, pero con bastante flexibilidad y, desde luego, sin ningún tipo de orden: la gente interviene cuando quiere y, mientras tanto, permanece (más o menos) callada. Entre la rigidez de las situaciones formales y el aparente desmadejamiento de las no formales, hay una amplísima gama de variedades, como puede comprenderse.

          La existencia y fuerza coercitiva de las 'leyes del silencio' (sirva esta denominación como homenaje a aquella extraordinaria película de Elia Kazan) se comprueban cuando algún hablante las quebranta: la persona que interrumpe el sermón en la iglesia, el hijo que replica a su padre en medio de una regañina, la señora que corta sistemáticamente la intervención de sus amigas, etc., suelen ser sancionados al instante. ¿De qué manera? La más común y menos dura consiste en reconvenir al infractor por parte de alguno de los participantes y pedirle silencio; en esto difieren mucho las situaciones formales de las coloquiales. Recuerdo que, en mi infancia, los padres solían frenar ciertos comportamientos nuestros 'inoportunos', recordándonos un precepto entonces vigente: "Los niños no hablan cuando están hablando los mayores". No hace mucho, desde que la pronunció el Rey de España, se ha hecho popular la pregunta imperativa "¿Por qué no te callas?". La lengua ha acuñado frases de similar valor prohibitivo, como "Punto en boca", "Calladito estás más guapo/a", "¡Chitón!" y otras. En algunos contextos caben penas más rigurosas, como la expulsión de la escena comunicativa, cosa que sucede con alguna frecuencia en las aulas, por ejemplo; todos hemos visto secuencias de películas de juicios, en las que el juez amenaza con "desalojar la sala", etc.

          Uno de las vertientes más interesantes del silencio es su posible valor comunicativo. Entre los estudiosos hay prácticamente consenso sobre el hecho de que, en presencia de uno o más semejantes, es imposible no comunicar: aunque permanezcamos silentes, algo estamos transmitiendo, consciente o inconscientemente. Bien es verdad que se da solo respecto de las personas que pueden o deben tomar la palabra en una situación determinada. O sea, cuando se puede hablar y también callar o cuando es obligatorio lo primero. Algunas expresiones lo manifiestan: "Quien calla, otorga", "Despedirse a la francesa", "Dar la callada por respuesta", "Morderse la lengua", entre otras. El silencio sirve para asentir, para humillar y mostrar desprecio, para conducirse con prudencia, para ser respetuoso, para no ofender o no halagar, para enfatizar lo dicho o lo que se va a decir...; y, queramos o no queramos, es signo de mala educación unas veces, o de temor, de cortedad, de ignorancia, de falta de atención o de suma atención, otras (posibilidades estas dos últimas también frecuentes en la enseñanza). Y así sucesivamente.

          Termino como debería, quizás, haber comenzado: ¿qué es el silencio? La respuesta parece fácil y clara: no decir nada, ausencia de habla... y, por tanto, interrupción de la comunicación. Sin embargo, no es cierto esto último, como acabamos de ver. A veces, incluso, se expresa más sin palabras que con ellas. Sobre todo si tenemos en cuenta -cosa que no he hecho aquí- todo el acompañamiento no verbal presente en nuestros mensajes, que en no pocas ocasiones asume el protagonismo comunicativo absoluto cuando lo verbal queda tácito.



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