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...DETRÁS DE LA PUERTA (I)

Cuando el autobús de los reclutas llegó al campamento, era casi la hora de cenar. Los muchachos dejaron sus mochilas en un rincón de un amplio dormitorio con literas, al que oyeron que el sargento acompañante denominaba “la compañía”; en la puerta tenía el número 23. Camino del comedor, se percataron de que había muchas más compañías, dispersas por el llano, y de que la 23 era la última.  Ocuparon dos mesas alargadas, de piedra gris. La débil y fría luz de las escasas barras de neón prestaba al espacio y a los objetos un aire poco acogedor, sombrío e incluso algo tétrico, que los nuevos reclutas compensaron con una sarta de ocurrencias y chistes sobre la nueva vida que en ese punto y hora estrenaban.
Eran quince, procedentes de las provincias de Málaga, Granada, Jaén y Almería. Todos estaban en mitad de su carrera, Económicas, Físicas, Magisterio, Filosofía y Letras… Iban a realizar el período inicial de las milicias universitarias, que por primera vez se llevaría a cabo en un C.I.R. (“Campamento de Instrucción de Reclutas”), junto a los jóvenes de reemplazo.
           De vuelta a la compañía, guiados y espoleados por el mismo sargento para que se dieran prisa, les asignó las camas y les ordenó acostarse y dormirse, sin más explicaciones, a ellos y a todos los demás reclutas de la compañía. A Eduardo le tocó una litera de abajo, tan dura, sucia y maloliente, al parecer, como todas las demás. Por suerte, no era excesivamente escrupuloso y, además, el sueño le dejó poco tiempo para apreciar y lamentar lo inhóspito del lecho.          
         De pronto, la vigorosa melodía de una trompeta, acompañada de fuertes y destempladas voces del sargento, despertó a Eduardo, que no pudo evitar un sobresalto.  Era la corneta, que daba el “toque de diana”. Se incorporó, miró a su alrededor y vio a todos los chavales fuera de sus camas, medio vestidos ya, obedeciendo los gritos del mando, de nuevo atosigando a los que ya empezaban a parecer sus subordinados, para que avivaran, también ahora. Eduardo, muchacho tranquilo y de reacciones lentas, solo se había podido poner los pantalones, cuando oyó por primera vez una orden enérgica y tajante, que tanto desasosiego y desorientación le produciría cada amanecer de los tres meses siguientes: “¡¡A formar!!”. El brazo extendido y la señal del dedo índice de quien la emitió, dejaron claro que había que salir fuera de la compañía… a formar, o sea  -entendió Eduardo-,  a ponerse en fila o algo así en la puerta. ¿Para qué? No se sabía. ¿Por qué tan corriendo? Nadie preguntó  -la actitud de quien mandaba no invitaba a tomarse tanta libertad- y nadie lo explicó. Los muchachos debían de estar percatándose ya de que allí las cosas se hacían con la máxima rapidez, a toda velocidad, como si se fuera a llegar tarde a algún sitio o siempre se hubiera producido algún retraso; más aún, como si te estuvieran persiguiendo. Pronto se darían cuenta también de que no se debía a ninguna de estas razones u otras parecidas: simplemente era porque sí y, a partir de ahí, porque todos los que tenían alguna jerarquía, desde el cabo al coronel, imponían y reforzaban el modelo en cada cambio de actividad.

(Continúa
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