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HIJO (y II)

               En una recolección apresurada y asistemática, me he encontrado con pinceladas de reconvención, afeamiento, acusación también, en momentos en que una persona no concede a otra una petición (un caramelo, por ejemplo) y esta lo despide entre malhumorado, despechado, deseoso de venganza y lleno de menosprecio: “Anda, hijo, a ver si te atragantas”, “Anda, hijo, métetelo… donde te quepa”. Miremos este otro ejemplo: una chica le enseña al novio su vestido nuevo, él apenas la mira y no dice nada, por lo que ella lo acusa: “Osú, hijo, qué esaborío eres” [“Jesús, hijo, que antipático eres”]. Nótese cómo en estos dos enunciados últimos, el vocativo “hijo” (o “hija”, aquí sí) va antecedido de una interjección (“osú”) o un verbo en camino de dejar de serlo (“anda”).
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Similar matiz negativo presenta, por último, el vocablo “hijo” en vocativo, cuando se quiere hacer ver a alguien (el “hijo”) que no ha hecho las cosas como debiera o como se esperaba: “Pero, hijo, mira cómo has dejado la cocina”, “No, hijo, así no conseguirás nada”, "Ay, hija, alegra esa cara".   
               En todos estos casos, en que la palabra “hijo” adquiere sentidos alejados del núcleo semántico originario, poblado de afecto, ternura, comprensión, proximidad, simpatía, etc., cabe preguntarse el motivo de tal mutación, mejor dicho, del paso de un extremo al opuesto. ¿Tal vez porque a los hijos, a pesar de que se les quiere, también se les advierte e incluso se les riñe si hacen lo que no deben o como no deben?  
               Termino narrando otra anécdota: desde hace años, suelo ir a comprar agua o cerveza a un mismo kiosco cuando vamos a la playa; el dueño y dependiente, siempre, siempre, siempre, me trata de “hijo”. Puesto que soy mayor que él y nunca me porto mal, sinceramente no acierto a descubrir en qué rara categoría semántica me encuadra.


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