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...DETRÁS DE LA PUERTA (II)


Eduardo salió, como otros muchos, con la camisa y el jersey en la mano, sin calcetines y con los zapatos en chancla. Corrió todo lo que pudo  -aplicando ya, inconscientemente, el absurdo patrón general de conducta acelerada-  y alcanzó a ocupar la penúltima plaza de una de las dos filas que se formaron. Se alegró de no estar en la cola, como todos los que le antecedían. Según se pudo comprobar en las próximas semanas, las continuas carreras características daban como consecuencia la aparición de brotes de rivalidad, la pugna por llegar los primeros o, al menos, no ser los últimos. Quienes quedaban descolgados del pelotón, no solo eran avergonzados e incluso castigados por los superiores, sino también escarnecidos por los iguales. Todos terminaron por asimilar, al menos aparentemente, el valor absoluto de la celeridad, nunca justificada. De camino, se fue imponiendo un tipo de comportamiento como lucha, como disputa, como aspiración a ganar, a pesar de que el  premio solo fuera un puesto de cabeza o dos segundos menos de tardanza. La inclinación innata de Eduardo a la comodidad chirriaba en su interior con tal proceder, porque él nunca había buscado quedar por encima o por delante como meta, aunque solo fuera por no molestarse. No obstante, aquí caía a veces en la trampa y se esforzaba por ser de los primeros, sin que se pudiera explicar bien por qué.

Cuando el chaval escapó del aturdimiento de los primeros días, en que se comportó como una máquina accionada por órdenes que a él le sonaban a temibles alaridos, empezó a sentirse incómodo, molesto e incluso irritado, por la opresión del apresuramiento continuo. La parte de la jornada con actividad reglada (desde diana, a las seis y media, hasta marcha o tiempo libre, a las cinco de la tarde) le parecía como una película proyectada a cámara rápida, o sea, una sucesión de imágenes que no acertaba a distinguir, porque pasaban vertiginosa y atropelladamente; tampoco podía pararse a disfrutar, llegado el caso, de algunos de los ejercicios o quehaceres, que seguramente le hubieran interesado o al menos entretenido. El pobre Eduardo se parecía a un trompo cuando es lanzado a la cingulera y da vueltas y vueltas… por mera inercia. Claro que él lo veía al revés, como si todo lo que le rodeaba le diera a él vueltas y vueltas, impidiendo que la capacidad de reconocimiento y pensamiento le funcionara a su ritmo, es decir, pausadamente, sosegadamente, con libertad para detenerse aquí o allí, después continuar, etc.

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