La crispación es un estado de ánimo bastante pernicioso. Según creo, consiste en una excitación interior permanente, que provoca reacciones desmedidas a estímulos exteriores apreciados como agresiones o ataques. Por ejemplo, si yo soy del Atlético de Madrid hasta la médula y no puedo vivir sin admirar y defender a muerte a mi equipo y ¡ay del que ose insinuar alguna crítica en mi presencia, que a ese se le quitan las ganas de hablar de fútbol!, entonces es que estoy crispado. En el diccionario académico se define “crispar” como ‘irritar, exasperar’, es decir, como acción y no como resultado, que es lo correspondiente a la perífrasis “estar crispado”.
La crispación se contagia con mucha facilidad. Así, los que me tiren de la lengua con el dichoso tema del Atlético de Madrid, pueden contaminarse por efecto de los sapos y culebras que salgan de mi boca. A partir de ahí, nuestra relación tendrá un tenor envenenado y estaremos ambos a la defensiva. La crispación incita a la crispación.
Me parece a mí que la tensión interior correspondiente a la crispación también se generaliza con facilidad: una vez instalada, salta a propósito de cualquier asunto, aunque no sea aquel al que primeramente respondía. Es lo propio de personas que siempre están en tensión, como enfadados con el mundo; todo les parece mal, todo lo discuten, todo les molesta. Otras veces únicamente se es sensible a ciertas cuestiones o bien a ciertas personas o grupos de personas: hay quien no puede ver a su vecino, quien no aguanta la clase de Matemáticas o no puede oír al alcalde de su ciudad… o a los del PP, etc.).
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Un dato más para ponderar tal peligro: la crispación, individual y sobre todo colectiva, es un estado emocional, irracional, al que sostiene e inflama la pasión, fuera del control de la inteligencia. Es una alteración que ciega a las personas y las deja con frecuencia a merced de sus instintos más primitivos, una vez abiertas las compuertas y anulado todo freno moral.
Recuerdo que, hace años, estando yo en un grupo de teatro aficionado, el director nos decía que, antes de la representación y durante toda ella, no debíamos perder un cierto nivel de tensión, para que la actuación tuviese nervio, no debíamos “aflojarnos” interiormente y que la interpretación fuese desvaída. Valga esta anécdota para ilustrar una última idea, la de que los humanos no podemos eliminar el ardor, el apasionamiento, un cierto apasionamiento, una cierta excitación, en nuestra actividad externa e interna, porque actúan como motor complementario imprescindible, y tampoco una prudente rivalidad, que sirve de acicate. Pero también hay que salvaguardar un grado de objetividad y de racionalidad, de respeto a las posiciones ajenas, de aceptación de la propia limitación y posibilidad de fracaso, de calma, de distanciamiento intelectual, de sentido del humor (“reírse de sí mismo”). Si no, se caerá, precisamente, en la crispación. Los que manejan interesadamente la opinión pública y los comportamientos colectivos -a los que conviene identificar y desenmascarar- saben que no son estas últimas, precisamente, las virtudes amigas.