Debería
yo de tener 13 o 14 años cuando el adjetivo «fascinante» emergió de mi
inconsciente, al cual no supe nunca de dónde había llegado tan norabuena; tal
vez un poema, una novela juvenil, alguna charla en el colegio, algún libro religioso…
No sé. El caso es que tomé conciencia de la palabra, junto con el verbo
originario «fascinante», y quedé deslumbrado.
Recuerdo que unía yo estas palabras a la impresión que causa la belleza ―de cualquier tipo, incluso intelectual o espiritual―, como principal foco y agente de «fascinación». Vivía el acto como una poderosísima atracción, ejercida por la visión de algo o alguien dotado, para mí, de una sorprendente y maravillosa hermosura, ante la cual quedaba maravillado, atónito, aturdido, secuestrado. Apenas conservo en la memoria imágenes o recuerdos «fascinantes» de aquellos días. Entre los que guardo, sobresalen alguna música cautivadora, como el segundo movimiento del Concierto de Aranjuez (RODRIGO -- CONCIERTO DE ARANJUEZ -- II Adagio (youtube.com), ciertas secciones de Peer Gynt (Edvard Grieg: Peer Gynt Suite No.1 & No.2 - Bjarte Engeset (op. 46, op. 55, op. 23) (youtube.com) o la canción Inch'Allahj de Adamo (Salvatore Adamo - God willing (Si Dios quiere / Inch' Allah / Si Dieu le veut) (youtube.com) y algún paisaje nocturno, perdido ya en la neblina de la lejana memoria. La luna llena me henchía el pecho de emoción y su contemplación me apretaba un nudo en la garganta. ¡Cuántas noches quedé embelesado, fascinado, con los ojos hacia el cielo en la terraza de mi casa!
Hoy
día sigo encontrando seres y objetos dotados del mismo poder seductor que
aquellos y que otros de diferentes épocas, pero ya no son tantos ni su fuerza
es tan poderosa. No parecen tan «fascinantes».
Estoy seguro de que la adolescencia es la edad más propicia para ser bendecido
por alteración tan placentera como la que estoy describiendo. Llega un punto en
que al niño se le abre un mundo completamente nuevo, deslumbrante, en el que
descubre lo que ni siquiera imaginaba que podría existir ni ser como lo empieza
a ver y sentir. Son ráfagas, momentos de plenitud, en los que parece que un
dios penetra en su corazón y lo inunda de emoción hasta que se desborda.
Ocurre,
además, que la palabra en sí, «fascinante» ―predominante en mi estimativa sobre
el verbo―, la sucesión de sonidos, tiene para mí un gran atractivo. Resulta bastante original su sonoridad, por la unión contrastada
de la «s» y la «c», que en castellano ostentan un cercano parentesco acústico,
a la vez que una notoria oposición («tasa» - «taza»), y por la presencia de la
nasal en la sílaba tónica, que origina una gran resonancia.
No
he llegado a saber hasta muy tarde que «fascinar» posee una acepción negativa
―¡quién lo diría!―, que el diccionario de la RAE define, de manera quizás poco
nítida, como «engañar, ofuscar, alucinar». Supongo que es herencia del valor
etimológico, en tanto que procedente del verbo latino fascinare, cuyo significado era «hechizar, embrujar, encantar, echar
mal de ojo». Nótese el doble sentido, negativo y positivo, del verbo «encantar»
(y tal vez de otros sinónimos, como «hechizar» o «cautivar»),
paralelo al de «fascinar». Hay sinónimos o casi sinónimos de las palabras que
estoy comentado, verdaderamente «fascinantes» también, a la par que ambiguos:
«cegar, enloquecer, maravillar, arrebatar, embelesar, arrobar, seducir», entre
otros.
Algo más me sucedía con «fascinar» y «fascinante» en aquellos tiernos años, algo un poco raro. Más que las palabras, o antes que ellas, fui poseído sin notarlo ―junto a otros muchos de mi edad, supongo― por la capacidad de sentir «fascinación», por emocionarme hasta límites insospechados con la contemplación de personas, de objetos, de sonidos, de lugares, de panorámicas nocturnas... Y llegó un momento en que fui consciente de esa facultad que tanto placer me procuraba. Entonces creo que fue cuando vinieron el verbo y el adjetivo a nominarla, y ellos quedaron así contaminados del encanto de lo que designaron en mi idioma personal ya para siempre. Todavía más: yo era feliz con lo maravilloso de todo aquello que, al percibirlo, me «fascinaba»; también por la palabra. Pero no menos, y esto es lo extraño, por el mismo poder de «ser fascinado», si es que esta fórmula está permitida por la gramática. Mucho tiempo después se me ha ocurrido la barbaridad de poner este hecho en paralelo con la inconcebible condición innata de Jean-Baptiste Grenouille, el protagonista de El perfume, de Patrick Suskind, sin que, por supuesto, tengan absolutamente nada que ver. Sé que la conmoción interior que causa la contemplación de la belleza, en cualquiera de sus variantes, es un componente universal del espíritu humano. La sorpresa que me produjo al iniciarse en mí ¡y el indescriptible goce subsiguiente! fueron sin duda fruto de la corta edad y poca experiencia.
Hoy me alegro de haber sido así tan feliz.