miércoles, 28 de septiembre de 2011

AUTOR INTELECTUAL


          A raíz del aciago suceso del 11 de marzo de 2004, el atentado de los trenes de Atocha, se puso en circulación la expresión “autor intelectual”, que se viene empleando en los medios de comunicación hasta la actualidad. Parece que llegó a nuestro ámbito lingüístico con ánimo de quedarse y lo ha conseguido. Incluso traspasa nuestras fronteras: “Nicaragua investiga a supuesto autor intelectual de muerte (sic) de Cabral” (*). Yo la traigo a colación, porque, aparte de que no me gusta en sí, creo que no es muy afortunada y tal vez haya que promover su sustitución.
          Lo que se quiso nombrar entonces y se quiere designar ahora es lo que, en otro atentado salvaje, fue la función de Bin Laden o lo que realiza la cúpula de ETA en los dolorosos atentados terroristas de nuestro país. Entiendo que el sintagma nació por oposición a “autor material”, referido a la cuadrilla que colocó las bombas en los desventurados trenes madrileños de cercanías. Seguramente ocurrió mediante un mecanismo muy simple: si hubo un autor material, tuvo que existir el “autor” que, sin actuar en el escenario de los hechos con algún cometido “físico”, ideara y organizara, e incluso financiara la intervención terrorista. ¿Cómo denominarlo? A falta de otra palabra, se pensó en un adjetivo cuyo significado fuese contrario a “material”, una especie de antónimo. Rechazados, por claramente inapropiados, vocablos como “espiritual”, “mental”, “anímico”…, se acudió por fin al término “intelectual”, en mi opinión no menos inadecuado. 

          El diccionario de la RAE distingue tres significados de “intelectual”, de los que el más cercano a la parcela de la actividad terrorista que comentamos es el primero: “1. Perteneciente o relativo al entendimiento “.  Sin embargo, si buscamos “entendimiento”, los sentidos atribuidos apuntan sobre todo a la capacidad de entender o entenderse, que no es lo que subyace esencialmente a “autor intelectual”.
          La comisión de un atentado, acción bastante  compleja y muy arriesgada, exige una larga y minuciosa preparación, una financiación cuantiosa, la adquisición de los medios e instrumentos apropiados, no cualesquiera, la contratación del personal ejecutante mejor preparado y más capaz de guardar sagrado silencio, etc. Todo esto corresponde a la etapa de planificación, de la que está ausente el plan de fuga. Previamente, en un momento dado, una persona o varias conciben la posibilidad de realizar el atentado, deciden llevarlo a cabo en tal lugar y fecha, y poner en marcha el proceso de planificación mencionado. Todo eso, concepción, diseño y aprovisionamiento, es lo que se ha pretendido que englobe le frase “autor intelectual”, de manera forzada e impropia a mi entender.
Modestamente, mantengo que el término que mejor corresponde, o al menos uno de ellos, es  el de “responsable” o, si se quiere afinar más, “responsable último” o “supremo”. Un titular como este, “El juicio del 11-M no pudo identificar al responsable último, individual o colectivo, del atentado”, me suena a mí más elegante, más acorde con el espíritu de nuestra lengua, más natural, que otro construido con “autor intelectual”, en donde se desnaturaliza el adjetivo intelectual y se echa a perder toda la expresión. Algunos sinónimos de “responsable último” podrían ser “promotor”, “impulsor”, “inspirador”, “instigador”, “organizador”, “planificador”, etc., incluso el metonímico “cerebro”.
Para terminar, y al margen de lo lingüístico, destaco que, desde mi punto de vista y el de muchos otros, lo más sangrante del 11-M y su responsable último es que todavía no se sabe quién es este y que, al menos hasta el momento, tal desconocimiento parece no preocupar en círculos políticos y judiciales.  
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miércoles, 21 de septiembre de 2011

LA MUJER


          Muchos de vosotros posiblemente habréis oído frases como estas, en boca de hombres, hablando de sus esposas: “Voy a llegarme a recoger a la mujer”, “Le dijo a la mujer que hiciera un día de estos paella de mariscos, solo de mariscos”, etc. En ellas, la alusión a una persona relacionada con el hablante, su esposa,  se efectúa con el artículo “la” y no con el posesivo “mi”, que aparece en otras ocasiones y/o usuarios. Añado que únicamente lo he oído a hombres, no a mujeres, que siempre dicen “mi marido”. No sé si a vosotros os ha llamado la atención esta forma de señalar con el artículo; a mí, cuando empecé a conocerlas, sí, porque esperaba  “mi” (“Voy a llegarme a recoger a mi mujer”). Pretendo comentar brevemente este fenómeno, que creo tiene su importancia e interés.

          Ambas construcciones tienen un valor semejante, las dos señalan a la esposa del que habla.  Hay diferencia, según creo, en el grado de explicitación: con el posesivo “mi”, la indicación no ofrece duda, es inequívoca, queda palmariamente clara; en cambio, el artículo “la” deja abierta la referencia y solo el contexto restringe las posibilidades y lleva a la interpretación adecuada.  Por lo demás, se trata de fórmulas al parecer equivalentes, que comparten en principio la mayoría de los entornos textuales (pueden aparecer en los mismos enunciados). Solo no es claramente aceptable la alternancia cuando se precisa puntualizar que se trata de mi mujer y no otra persona, presente de alguna manera en el contexto, a la que se contrapone y de la que, así, se distingue : “A los niños que los lleve mi mujer y la tuya que se los traiga luego”. 

       Teniendo esto en cuenta, ¿qué empuja a seleccionar un procedimiento u otro, cuando ambos resultan igualmente viables?, ¿tan solo el mayor o menor afán de precisión del señalamiento? Al comienzo de reparar en la modalidad con el artícula “la”, se me ocurrió una interpretación psicológica, basada en el típico pudor masculino a tocar cuestiones relacionadas con los sentimientos: parece que “la mujer” connota un vínculo emocional menos fuerte, menos manifiesto, que “mi mujer”. También acudí al terreno de la sociología y pensé en la voluntad de huir de todo lo que oliera a apropiación machista, posible en “mi mujer” (posible, aunque no obligatoria, puesto que el posesivo no significa siempre “posesión” o “propiedad”). Sin embargo, el tipo masculino que por regla general usa el artículo no es de los que reparan en exquisiteces expresivas ni en su trascendencia social.

     Sin descartar las anteriores, tal vez haya que intentar una explicación más “técnica”. Para exponerla, permitidme que utilice dos conceptos, fáciles de entender: el de deixis y el de economía del lenguaje. Mediante la deixis, el emisor indica a qué seres u objetos de la realidad se está refiriendo, de manera que el receptor los sitúe sin dificultad en el espacio, en el tiempo, en el texto o en relación con los personajes que intervienen en el acto comunicativo: “esta mesa”, “aquel año”, “nuestros alumnos”, “esa palabras”, “mis hijos”, etc. Hay diferentes procedimientos y recursos para dicha función. Entre ellos, los posesivos y los demostrativos, determinantes deícticos por derecho propio. Por su parte, la economía lingüística es el ahorro de medios que se impone en todo texto escrito o emisión oral: nunca se deben utilizar más palabras o expresiones de las absolutamente necesarias; no está bien visto el despilfarro en la comunicación, a no ser que obedezca a una intención especial. Hay personas que repiten ochenta veces lo mismo, que detallan en exceso, que recalcan demasiado ciertas ideas…, cayendo en una pesadez comunicativa poco soportable.

        A la luz de ambas nociones, puede afirmarse que, de las dos formas de aludir a la esposa, muchos hablantes eligen la más “ligera”, la que con mayor simplicidad cumple el fin previsto, la más económica, siguiendo la norma general de la lengua. Si con el empleo de un determinante “neutro” como el artículo (no indica “posesión” ni lugar ni tiempo), auxiliado por factores de situación o contexto, es suficiente, se evita acudir al posesivo, más “cargado”, más lleno semánticamente y, por tanto, menos económico. Uno de las normas derivadas del principio de economía da prioridad a la aportación del contexto (situacional o textual) sobre el componente verbal para la delimitación semántica o referencial de los mensajes, puesto que el fin es ahorrar palabras.

       A mí me convence bastante esta manera de entender la existencia de dos opciones, ambas perfectamente admisibles y correctas, en teoría casi siempre intercambiables, y esta forma de establecer un criterio de elección. Sobre todo, si no se descarta del todo y siempre la influencia latente de los móviles psicológico y sociológico antes expuestos.

          Pese a todo, en mi idiolecto siento predilección por el posesivo y nunca digo “Del equipaje se encarga la mujer, yo soy el chófer”, por ejemplo. Sospecho que entre las dos fórmulas que he analizado hay una leve diferencia, definible en términos sociolectales; o sea, que una y otra tal vez se correspondan con grupos de hablantes distintos por alguna nota o factor de carácter sociocultural.

jueves, 15 de septiembre de 2011

CHINA SACUDIDA


               En los bajos del bloque pegado al mío, hay una tienda de chinos. La regenta una pareja que hace algo más de un año tuvo una niña. La chinita está todo el día correteando por el local, muy espacioso, cogiendo esto, soltando aquello, gateando, escondiéndose, saliendo, entrando, chillando, riéndose… Tiene una tata a la que la infantita somete a una actividad frenética, ejercida no obstante con suma entrega y extrema paciencia, para que el cuidado no acote demasiado el campo de acción de la nena ni su acción misma. Llama la atención de todos los clientes y clientas esa niña, y a todos atiende a su manera, con un salero y una disposición que asombra, pues apenas habla y, desde luego, lo que habla no es español; no sé si entiende o solo intuye lo que le decimos quienes frecuentamos el bazar; el cariño con que nos expresamos sí que parece sentirlo. El caso es que la chiquilla, un rabo de lagartija, no para un minuto y parece que todo y a todos los lleva para adelante. A veces incluso echa una mano en la “colocación” de artículos, cajas… Cuando voy con mi perrilla, también tiene qué hacer con ella.(*) 

http://es.catholic.net/catholic_db/imagenes_db/abogados_catolicos/nina-china.gif
               Viene esto a cuento de que, hace unos días, una señora mayor se quedó unos instantes contemplando a la chinita y soltó la siguiente expresión, a modo de halago, que ninguno de los tres orientales adultos presentes olió, claro: “Ay, qué sacuía “. Escrito en cristiano: “Ay, qué sacudida”.  Los antequeranos que estábamos por allí entendimos perfectamente la frase y asentimos, aceptando su exactitud. Tal participio se dice de las niñas o mujeres vivas, inquietas, llenas de energía y dispuestas a no parar de hacer… lo que sea, pues a todo se atreven y con todo pueden, todo movimiento les atrae... Hacía tiempo que no oía yo la palabra y, como a amigo al que encuentras después de unos años, me gustó tropezármela, usada además tan correcta y adecuadamente en su contexto.

               Sin mucha convicción, consulté el diccionario académico por si acaso, pues  creía que era un uso dialectal del participio. Pero no.  En el artículo correspondiente a “sacudido”, la segunda acepción es “desenfadado, resuelto”, detallando que es adjetivo. Más o menos, es lo que se entiende por esta tierra cuando, como la señora de la tienda, se quiere definir el talante de niñas del tipo de la chinita.

               Que, además de “sacuía”, es (y esto lo digo yo) “salaísima” y “mu grasiosa”.
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(*) La niña de la foto no es, lógicamente, el personaje al que me refiero.

sábado, 10 de septiembre de 2011

LAS LEYES DEL SILENCIO


          "Cada uno es dueño de lo que calla y esclavo de lo que habla", dice una conocida frase atribuida a S. Freud. Encierra un pensamiento algo timorato, abiertamente refrendado, creo, por nuestro refranero: "En boca cerrada no entran moscas", "Quien mucho habla mucho yerra", "Por la boca muere el pez", etc. Al parecer, en el libro de la filosofía popular, tan dada al sí pero no, a la ambigüedad y a la contradicción, aunque también temerosa de la aventura y el riesgo, esta doctrina parece clara: el silencio es una virtud, un acierto, una buena apuesta, una acción, mejor dicho, una omisión prudente y beneficiosa.

          En la actividad comunicativa, el silencio está regulado. Hay unas normas sobre cuándo hablar y cuándo callar. Las situaciones donde resultan más fáciles de reconocer son las que llamamos formales, por oposición a lascoloquiales, en las que muchas reglas se aplican con bastante laxitud. En general, la reglamentación en torno al silencio se basa en el concepto de posesión de la palabra oturno. Están obligados a callar todos los participantes en un acto de comunicación a quienes no les corresponde tomar la palabra o hacer uso de turno. El caso más extremo es el de los monólogos; en ellos, una persona acapara la totalidad del discurso, dentro de un formato de comunicación unidireccional. Los medios audiovisuales y, por supuesto, escritos pertenecían a esta clase por imperativos técnicos hasta hace poco; ahora es posible algún grado de interactividad. Las conferencias, los mítines, las clases magistrales, etc., son otros tantos ejemplos de monólogos, aunque a veces concluyen con un tiempo dedicado a preguntas, propuestas, observaciones o comentarios; de ahí que se hable de 'charla-coloquio'. Creo que tal vez esté perdiendo vigencia el monólogo, incluso en la comunicación de masas.
          En el extremo opuesto, tenemos la conversación cotidiana, en la que no cabe otra modalidad que el diálogo. Así como en el monólogo 'no puede' hablar más que uno, aquí les está permitido a todos los presentes, sobre los cuales recae, además, un cierto compromiso de participación, como contribución al coloquio. Se mantiene el respeto a los turnos, pero con bastante flexibilidad y, desde luego, sin ningún tipo de orden: la gente interviene cuando quiere y, mientras tanto, permanece (más o menos) callada. Entre la rigidez de las situaciones formales y el aparente desmadejamiento de las no formales, hay una amplísima gama de variedades, como puede comprenderse.

          La existencia y fuerza coercitiva de las 'leyes del silencio' (sirva esta denominación como homenaje a aquella extraordinaria película de Elia Kazan) se comprueban cuando algún hablante las quebranta: la persona que interrumpe el sermón en la iglesia, el hijo que replica a su padre en medio de una regañina, la señora que corta sistemáticamente la intervención de sus amigas, etc., suelen ser sancionados al instante. ¿De qué manera? La más común y menos dura consiste en reconvenir al infractor por parte de alguno de los participantes y pedirle silencio; en esto difieren mucho las situaciones formales de las coloquiales. Recuerdo que, en mi infancia, los padres solían frenar ciertos comportamientos nuestros 'inoportunos', recordándonos un precepto entonces vigente: "Los niños no hablan cuando están hablando los mayores". No hace mucho, desde que la pronunció el Rey de España, se ha hecho popular la pregunta imperativa "¿Por qué no te callas?". La lengua ha acuñado frases de similar valor prohibitivo, como "Punto en boca", "Calladito estás más guapo/a", "¡Chitón!" y otras. En algunos contextos caben penas más rigurosas, como la expulsión de la escena comunicativa, cosa que sucede con alguna frecuencia en las aulas, por ejemplo; todos hemos visto secuencias de películas de juicios, en las que el juez amenaza con "desalojar la sala", etc.

          Uno de las vertientes más interesantes del silencio es su posible valor comunicativo. Entre los estudiosos hay prácticamente consenso sobre el hecho de que, en presencia de uno o más semejantes, es imposible no comunicar: aunque permanezcamos silentes, algo estamos transmitiendo, consciente o inconscientemente. Bien es verdad que se da solo respecto de las personas que pueden o deben tomar la palabra en una situación determinada. O sea, cuando se puede hablar y también callar o cuando es obligatorio lo primero. Algunas expresiones lo manifiestan: "Quien calla, otorga", "Despedirse a la francesa", "Dar la callada por respuesta", "Morderse la lengua", entre otras. El silencio sirve para asentir, para humillar y mostrar desprecio, para conducirse con prudencia, para ser respetuoso, para no ofender o no halagar, para enfatizar lo dicho o lo que se va a decir...; y, queramos o no queramos, es signo de mala educación unas veces, o de temor, de cortedad, de ignorancia, de falta de atención o de suma atención, otras (posibilidades estas dos últimas también frecuentes en la enseñanza). Y así sucesivamente.

          Termino como debería, quizás, haber comenzado: ¿qué es el silencio? La respuesta parece fácil y clara: no decir nada, ausencia de habla... y, por tanto, interrupción de la comunicación. Sin embargo, no es cierto esto último, como acabamos de ver. A veces, incluso, se expresa más sin palabras que con ellas. Sobre todo si tenemos en cuenta -cosa que no he hecho aquí- todo el acompañamiento no verbal presente en nuestros mensajes, que en no pocas ocasiones asume el protagonismo comunicativo absoluto cuando lo verbal queda tácito.



    jueves, 8 de septiembre de 2011

    SANDALIAS Y SETAS


                   Por idéntica razón, un niño pequeño balbucea "Papá"  mientras señala a un señor que no es su padre; luego, meses más tarde, conjuga 'ponió' y 'cabo' en vez de 'puso' y 'quepo', y dirá, durante toda su vida (si la escuela sigue sin dedicarse a lo que debe), 'andé' por 'anduve'.  Ese factor común se denomina analogía.  El razonamiento lingüístico infantil aplica así el principio de analogía: "Si al hombre que hay en casa le llamamos 'papá' y ese señor tiene el mismo aspecto que él, también le llamaré 'papá', aunque no sea mi papá". O bien: "Si 'temer' se convierte en 'temió' y 'poner' es igual que 'temer', entonces tendré que decir 'ponió'. Etc.

                   Por analogía cometen muchas personas errores de expresión. Los niños están excusados, bien por su edad bien por la inoperante enseñanza escolar, que -insisto-  explica también la ignorancia lingüística de bastantes adultos. La analogía les brinda una guía certera, porque la manejan como ley universal y como apoyo seguro, por tanto, para acertar sin derrochar esfuerzos. O sea, para hablar y escribir con corrección, evitando entrar a considerar cada construcción individual. No obstante, el principio tiene excepciones, como hemos visto con 'puso', 'quepo', etc., y quienes no las conocen y no las respetan, se equivocan. Extienden indebidamente la analogía, buscando la absoluta corrección; por ello, se denomina ultracorrección a este fenómeno. Consiste en ampliar la analogía más allá ('ultra-') de lo permitido, es decir, al terreno de las irregularidades o excepciones.  En cuanto a 'anduve', ocurre que se rige por otra analogía, que prevalece pese a su corto campo de acción: es la que toma como modelos o referencias las terminaciones de 'hube' y 'tuve'.
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                    En Andalucía hay dos palabras en las que se aprecia una forma peculiar, curiosísima, de ultracorrección por analogía, a la que llamaré por mi cuenta ultracorrección dialectal. Me refiero a 'sandalias' y 'setas'. ¿Nunca habéis oído, paisanos míos, 'andalias'? ¿O 'etas'? Tal vez la alusiva al calzado esté en retroceso, pero la otra no, seguro, al menos en la zona donde vivo (en el centro de la región, en la provincia de Málaga). Existe y posee vigor, sobre todo, en los pueblos pequeños y predominantemente la usan las personas aficionadas a salir a buscar setas. O sea, 'etas'.

                   Para mí tengo que estamos ante una exagerada fidelidad al andalucismo lingüístico, que lleva a aplicar, abusivamente, el principio de analogía y la consiguiente 'corrección' a partir de un falso análisis. Me explico: se piensa que, si aquí se dan los plurales 'lo hijo', 'la ala', etc., ¿por qué se va a decir 'las eta' o 'las andalia', conservando la 's' como en castellano del norte? Se interpreta mal la 's', como si fuera final de palabra y signo de plural, y se suprime, como sucede dentro del dialecto en todos los demás términos acabados en '-s', tomados, erróneamente, como análogos.

                   El término 'andalia' es algo más complejo, pues recae en él otra falsa interpretación lingüística, que refuerza la pronunciación ultradialectal. Una vez desposeído de la 's-' inicial, se piensa, con lógica analógica, que está relacionado etimológicamente con el verbo 'andar', a partir de su significado propio. A tal confusión la llaman los especialistas etimología popular. Opera también, por ejemplo, en la variante 'gomáticos' por 'neumáticos', hablando de las ruedas de los coches o los camiones.

                   Estas y otras comprobaciones nos ayudan a adentrarnos en la configuración y el funcionamiento de la competencia o inteligencia lingüística. Otro día me propongo comentar el fenómeno de la hipercorrección, parecido al de ultracorrección, aunque distinto, perteneciente al campo de la Sociolingüística.