En mis tiempos (que quiere decir: cuando yo era joven),
tenía mucho predicamento el verbo “alienar”, sobre todo formando parte de la
perífrasis “estar alienado”. Procedía de una simplificación de la noción
marxista de “alienación”. Si no recuerdo mal, se usaba para afear a alguien su
adscripción acrítica a una forma de pensar o de comportarse solo por ser
socialmente prestigiosa o estar de moda. Se decía de quienes carecían de ideas
propias y se manejaban con conceptos ajenos, provenientes de instituciones o
grupos sociales de gran empuje, aunque no siempre de igual sustancia. Hoy no se
emplea apenas la expresión, lo que no significa que haya desaparecido la
condición de alienado.
En el terreno de la política, un alienado es aquel que,
perteneciente o no a un partido, admite la prédica de este con los ojos
cerrados y aun defiende públicamente su discurso, por encima de todo y en
cualquier circunstancia, con argumentos servidos por la propia organización. No
posee más verdad ni más proyecto que los del partido, en el mejor de los casos porque
cree en él a pies juntillas. Jamás acepta un error de gestión, puesto que toda medida,
piensa, incluso pareciendo equivocada, tiene su explicación. El alienado es un
forofo, un seguidor incansable, un hooligan pacífico (casi siempre), etc., y una
pieza apetecida por los dirigentes políticos. Para él, todos los que no piensan
como los suyos están equivocados y actúan de mala fe. El alienado político es
incapaz de la más mínima objetividad, porque su visión está mediatizada. En su
cabeza no hay resquicio para el análisis personal, porque su mente está
“ocupada”; allí no existe nada que no sea “lo que dice/diga el partido”. El
alienado está vacío de sí mismo y lleno de otro.
Estamos hablando de alienación política, pero lo mismo que
podríamos tratar de cualquier tipo de ofuscación, motivado por la entrega o
cesión del propio discurrir a una autoridad, tan discutible (aunque indiscutida),
llena de carencias y contradicciones como todo lo humano.
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Algunos establecen un paralelismo entre la confianza extrema
del alienado en su mentor y la fe del creyente religioso. El supuesto parecido
se basa en que, en ambos casos, el fundamento del vasallaje mental resulta gratuito,
responde a un proceso de adscripción a ciegas, falto de argumentos racionales;
no están convencidos, sino deslumbrados, como San Pablo, al que una luz tiró
del caballo. En cierto modo, esa proximidad es real y sucede, según creo,
porque el alienado político se apunta a una organización partidista como si ingresara
en una secta o iglesia, y toma sus principios por dogmas y sus programas por catecismos.
Se da en él una confusión entre política y religión en el sentido expuesto.
No es difícil ver,
por otra parte, el punto de unión, o de contacto al menos, entre los términos
“alienación” y “alineamiento”, que menciona el título. El origen y la naturaleza
semántica de uno y otro vocablo son distintos: mientras “alienar” procede del
latín “alius”, que significa ‘otro’ (y está en la base de “enajenar”, “ajeno”,
etc.), el verbo “alinear” viene de “linea”, español “línea”, que, entre otros,
tiene el sentido de ‘dirección, tendencia, orientación o estilo de un arte o
saber cualquiera” (DRAE). Con lo que “alinearse” indica “vincularse a una
tendencia política, ideológica, etc.” (DRAE). En relación con lo que vengo
diciendo, queda claro como el agua que el alienado político se alinea permanentemente,
de por vida, con el partido de sus amores, del que ni sale ni quiere salir. Volviendo
a la alusión religiosa, es como el que ha recibido un bautismo y con él una
señal indeleble, eterna, de modo que la renuncia o la negación equivaldría a
una apostasía vergonzosa y cobarde.
¿No es legítimo que cualquier ciudadano, en el ejercicio de
su libertad, se dé de alta para siempre en la organización que más le guste?
Por supuesto que sí. Pero en este caso, como en otros, la legitimidad no es un
valor, sino un supuesto, una condición. Eso por un lado, y por otro, en muchas
ocasiones la formalización del ingreso acerca el riesgo de alienación, de la
que sitúa a un paso al sujeto.
Prefiero la distancia, mental y material, que permite el
juicio, la crítica, la denuncia, la disidencia, el cambio de acera incluso. Me
gusta, en esto, la relación esporádica, temporal y efímera, más que el casorio.
Hay ya mucha gente, en España y sobre todo en países con más tradición y
cultura democráticas, que en el instante de emitir su voto o cuando participa
en discusiones se atiene a los hechos y no a las doctrinas, o sea, respalda a
la formación política que le ha demostrado, con su gestión, que puede confiar
en ella para mejorar la vida colectiva e individual, aunque esa formación sea
de signo ideológico distinto e incluso opuesto a la que votó anteriormente.
“Cambiarse de chaqueta”, que es como llamamos aquí a tal proceder, igualándolo
a la del apóstata, debería ya dejar sus connotaciones negativas, al hablar del
elector. Sería un signo de madurez ciudadana, estoy seguro.
Post scriptum: A
quien he puesto de vuelta y media en este modesto análisis es al alienado
político, un tipo muy diferente del bribón político, del aprovechado o
“convenido”, del que aplaude servilmente a quien le da de comer y le satisface
sus caprichos. Ese no será nunca un alienado, ni tampoco lo contrario,
sencillamente porque no tiene ni alma ni cerebro, sino solo estómago y cartera.