miércoles, 12 de julio de 2023

PAELLA CÓMODA

 José Antonio Ramos

 


Dicen que la carencia aumenta el deseo, que nada ansías más que lo que tuviste y ya no tienes. Eso lo comprobé hace unos días, mientras estaba de vacaciones en un lugar de la playa onubense. Por diversos motivos, llevábamos mi familia y yo sin comer paella en restaurante o chiringuito varias semanas y la echábamos de menos. Ayudaban aquel ambiente veraniego, aquel paisaje marítimo, aquel cúmulo de terrazas a la sombra, donde iban y venían cervezas heladas y frescos tintos de verano, sardinas asadas y pescaíto. Tal vez tenemos asociado el rico plato valenciano, ya universal, al tiempo de vacaciones, entregados a la arena y el remojón.

Preguntamos dónde podríamos degustar una buena paella y nos aconsejaron un restaurante llamado «La Bocana». Ningún nombre más apropiado. Con una amplia terraza, estaba situado en una de las orillas de un ancho entrante o especie de ría del Atlántico, con pequeñas calas para no más de cinco o seis bañistas cada una. Un azul brillante, intenso, y una agrupación de embarcaciones de recreo componían el fondo de escenario del lugar a la intemperie donde nos sentamos. Por suerte, ese día acariciaba la atmósfera circundante una suave y fresca brisa marina, que nos hizo especialmente gratos la estancia y el almuerzo.

Al leer la carta de comidas, observamos que ofrecía varios tipos de paellas. Una, que nos llamó especialmente la atención, se ofrecía con el marisco ya pelado y las almejas sin cáscara. Al señor que nos tomó la comanda le indicamos que nos habíamos decidido por esa; así nos ahorraríamos la operación manual de despojar de su caparazón todos y cada uno de los diversos animalillos que poblaran la fuente. Mientras tomaba nota, creí oír que el camarero pronunciaba la palabra «señorito». No lo entendí, aunque me abstuve de preguntar. Descarté, por lingüísticamente improcedente y por absurdo, que se tratara de un uso diminutivo de «señor», término con el que en situaciones como la descrita se suele tratar al cliente. Sin más reflexión, me sumé a los que ya se centraban en el condumio, riquísimo por cierto, y no le di mayor importancia al hecho. Elogiamos, eso sí, como un gran acierto haber optado por tan cómoda paella, que pudimos llevar a la boca sin obstáculo, con la simple ida y venida del tenedor, cargado en cada palada de arroz y tropezones. Merecía la pena, a pesar del complemento de 3 euros que tendríamos que pagar.


Concluyó el almuerzo sin postre, pues lo tomaríamos, como solemos, en una heladería. Me trajeron la cuenta y, al revisarla, me sorprendieron un par de palabras, entre ellas «señorito» otra vez, que acompañaban a la denominación de la variedad de paella consumida. Decía: «Paella gandul / señorito». Nos asombramos, reímos la ocurrencia designativa y abonamos el total.

De regreso a la sombrilla, pude encontrar una justificación al primer uso del diminutivo por parte del camarero. Y fijarme con atención y tratar de encontrar una explicación al emparejamiento como sinónimos de «señorito» y «gandul». No tardé mucho en ello, una vez que me vino a la memoria un artículo que escribí hace unos años, titulado «Señorita Trini», que incluí en mi libro digital ¿Cómo dice que dijo? (Antequera, 2017, pp.64-69,

https://drive.google.com/file/d/1cH6XSUmQQBINtxxSiTny-E4J3nE250p-/view?ths=true).

Versa sobre esa fórmula de tratamiento, con la cual Alfonso Guerra se refirió en una ocasión, meses antes, a su compañera de partido Trinidad Jiménez con no poca mala uva. Ella se mostró muy ofendida y respondió airada. ¿Por qué? Porque entendió que la había motejado de holgazana, vaga,  perezosa…, que es el valor que se le da al vocablo con mucha frecuencia en Andalucía, con el permiso de la Real Academia, naturalmente. El señor Guerra enseguida buscó y encontró una coartada: no es ofensivo dirigirse con la palabra «señorita» a una mujer soltera.

Pues este y no otro vi que es el motivo por el que en el léxico de «La Bocana» a la paella en cuestión la denominen, muy justificadamente, «(para) gandul / señorito», no sin su pizca de gracia e ingenio, pues supone una trasposición retórica del producto al comensal.

En nada empece mi disquisición el que, a la vuelta de vacaciones y tras breve búsqueda y consulta, descubriese que en la cuna de la paella, esto es, en la región valenciana, denominan al plato que consumí en Huelva «arroz de senyoret». Ahora, lo que corresponde preguntarse es si lo de «gandul» es un añadido netamente andaluz o no. E imaginar que, si la señora Jiménez y el señor Guerra hubiesen sido alicantinos, por ejemplo, este se hubiese dignado dirigirse a aquella como «senyoreta Trini» para violentarla lo mismo.

martes, 11 de julio de 2023

¡UNA BANDA, POR DIOS!

 José Antonio Ramos 



Solo he visto una procesión la pasada Semana Santa de Antequera: la última cofradía, la que suele cerrar el calendario de desfiles, esto es, el Cristo Resucitado. Y fue por puro azar. Me encontré el paso al desembocar yo a calle Cantareros desde Toronjo, después de efectuar unas compras. O sea, la última y por casualidad.

Desde hace unos años, mi interés por los desfiles ha menguado considerablemente. Puedo decir que llega ya a la mínima expresión, consistente en la vega del viernes y, sobre todo, las bandas de música. Poca cosa, lo sé, pero es lo que hay.

Bien, pues en la esquina de la calle Toronjo, aguardé a pie firme el transcurrir de toda la fila de personajes que precedían y acompañaban a la imagen del Resucitado, hasta que llegó la música, que cerraba el desfile. Claro, ahí estaba lo mío. ¡Una banda extraordinaria! Pregunté a una jovencísima clarinetista en una pausa y me informó del nombre, que he olvidado, y de la procedencia: el cercano pueblo de Casabermeja. ¡Qué bien tocaban esos músicos, pese a la corta edad de la mayoría, apenas adolescentes! Más aún: mientras avanzaba Cantareros adelante, pude disfrutar de una recepción optimizada, gracias a las excelentes virtudes acústicas de esa vía, portentosa caja de resonancia gracias a los edificios, más bien elevados, y al cierre superior de toldos. La marcha que tocaban adquiría una sonoridad grandiosa, que incluso se expandía en forma de eco a medida que el sorprendente conjunto instrumental se alejaba.

De regreso a mi domicilio, muy impresionado pues la música me apasiona, no pude menos de felicitar para mis adentros a esa localidad vecina por el conjunto de metal, madera y percusión que se ha conseguido allí formar para disfrute de autóctonos y también de comarcanos. Inmediatamente después, por rebote, me sobrevino un pensamiento revestido de malestar e incluso de indignación: «¡Y Antequera, toda una ciudad, sin una banda de música!».

¿Por qué Antequera no tiene una banda? Me imagino que muchos paisanos se habrán hecho esta misma dolorida, quejumbrosa pregunta, sin poder responderse, como yo, de manera cabal y razonable. Una vez me atreví a formularla en los aledaños del poder político municipal y se me contestó que el motivo era económico, pues sale más barato contratar una formación de cualquier otra localidad que tener una propia. Puede que sea cierto, pero me resulta tan débil criterio el puramente dinerario, tratándose de un bien cultural como la música...

¡Cuánto hemos perdido! Los de mi generación e incluso los de otras próximas aún recordamos aquellos pasacalles que abrían armoniosos, alegres, las mañanas de todos los días de feria; los acompasados pasacalles con motivo de cualquier celebración o festividad; el acompañamiento, luctuoso pero solemne y pleno de elevación, de los tronos de la Semana Mayor; la actuación en las corridas de toros; los memorables conciertos dominicales en el recinto del paseo ―hace poco reconstruido, no sé para qué―, en los cuales muchos niños y jóvenes nos iniciamos en el deleite del pasodoble, de la zarzuela, ¡música grande!, del vals, de la jota, del chotis… y, en general, en el gusto por la buena música. Acudíamos sobre la una de la tarde, antes de almorzar, a disfrutar, en un marco natural maravilloso, de los sones de nuestra banda antequerana y hasta de la visión y audición cercana de los instrumentos, que ―al menos a mí― nos llamaban tanto la atención. Hubo unos años, no tan lejanos, en los que el concejal responsable tuvo la feliz idea de organizar actuaciones de la banda en los barrios, por los que iba rotando con una determinada periodicidad.

¡Cuánto hemos perdido al desaparecer la banda! Y solo por una cuestión de ahorro, de recorte monetario, de control de gasto. ¡Puaf! Por unas monedas también se vendió a Cristo. Apelo a la ciudad, a las autoridades.

Tenemos la Escuela de Música, tenemos el conservatorio. Estupendo, pero no basta. ¡Una banda, por Dios, una banda!