Dicen algunos observadores de la lengua española que serían
necesarias unas 3.000 palabras nuevas al año para poseer un número adecuado de denominaciones
y tener el léxico a punto. La cifra no parece descabellada, sobre todo si
tenemos en cuenta la gran cantidad de “cosas” nuevas, materiales e
inmateriales, que penetran o aparecen en nuestro entorno inmediato y de las
cuales hay que hablar; y no digamos, en el ámbito de la ciencia, el pensamiento,
el arte y la técnica.
En ese número supongo que estarán contabilizados los términos que, existiendo ya en castellano, cambian de significado y de referente, y adquieren un uso nuevo. Por ejemplo, desde hace unos años llevan los bañistas poco avezados un flotador muy simple en forma de tubo flexible, al que se denomina ya “churro”, por semejanza con la conocida masa frita en forma de rosco, propia del desayuno y la merienda; por idéntico procedimiento han dado en llamarse “roscos” los flotadores circulares hinchables. En la lengua coloquial abunda este mecanismo, el cambio semántico (debido a la metáfora, la metonimia y otras) frente a la composición o derivación, más propias del lenguaje científico, jurídico, humanístico, etc., que beben mucho de las lenguas clásicas: “televisión”, “biológico”, “estratosfera”, “nihilismo”… En el habla general no se descartan, no obstante, los compuestos, como “rascacielos”, ni los derivados, como “replantear”. Por su parte, el préstamo, directo (“badmington”, “líder”) o indirecto (“ratón”, el del “ordenador”), es común a ambos registros y en muchas ocasiones obedece más al esnobismo o a la presión de las lenguas de origen, como “look” o “delicatesen”, que a la necesidad.
En ese número supongo que estarán contabilizados los términos que, existiendo ya en castellano, cambian de significado y de referente, y adquieren un uso nuevo. Por ejemplo, desde hace unos años llevan los bañistas poco avezados un flotador muy simple en forma de tubo flexible, al que se denomina ya “churro”, por semejanza con la conocida masa frita en forma de rosco, propia del desayuno y la merienda; por idéntico procedimiento han dado en llamarse “roscos” los flotadores circulares hinchables. En la lengua coloquial abunda este mecanismo, el cambio semántico (debido a la metáfora, la metonimia y otras) frente a la composición o derivación, más propias del lenguaje científico, jurídico, humanístico, etc., que beben mucho de las lenguas clásicas: “televisión”, “biológico”, “estratosfera”, “nihilismo”… En el habla general no se descartan, no obstante, los compuestos, como “rascacielos”, ni los derivados, como “replantear”. Por su parte, el préstamo, directo (“badmington”, “líder”) o indirecto (“ratón”, el del “ordenador”), es común a ambos registros y en muchas ocasiones obedece más al esnobismo o a la presión de las lenguas de origen, como “look” o “delicatesen”, que a la necesidad.
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Sirva esta breve exposición para introducir una no menos
breve reseña de la palabra en la que me quiero centrar: la palabra “chivata”. El
diccionario académico distingue una variedad de carácter adjetivo y otra
nominal. Entre las acepciones de la primera (“chivato, -a”), destaco la
equivalencia a “soplón”, o sea, “delator”; como
sustantivo masculino, se dice del “Chivo que pasa de seis meses y
no llega al año” (como “lobato” o “ballenato”) y del “Dispositivo que advierte de una
anormalidad o que llama la atención sobre algo”. El origen de la familia
“chivato”, “chivatear”, “chivateo” está en el término “chivo”, que, según J.
Corominas, “fue originariamente una voz para hacer que acuda el animal [“cría
de cabra”] y en este sentido es creación expresiva común a varias lenguas
(sardo, rético, dialectos italianos, catalanes y alemanes)” [1]. Así,
“chivato”, primeramente “cría de chivo’, adquiere un significado derivado del
de “chivo” [‘voz para…’] y pasa a nombrar a todo el que es considerado “delator”
o aquello que hace de “indicador”.
En época cercana a la
actual, el femenino “chivata” (del par “chivato, -a”) se inmoviliza en ese
género y se convierte en un sustantivo con un nuevo significado de origen
metafórico: la “chivata” era una bolsa relativamente pequeña, tejida como red o
malla elástica, que servía para llevar la compra, si no era muy abundante ni de
objetos de ínfimo tamaño (foto superior). Vacía, no ocupaba apenas sitio y, llena, ampliaba su
capacidad considerablemente. Lo característico era el estar hecha de malla, que
dejaba ver todo su contenido. Era, pues, una bolsa o talega muy “chivata”, lo
que le mereció sin duda el nombre -al
menos en mi localidad, malagueña- o,
mejor, el ingenioso mote. Este nuevo hito de la historia de la palabra no
aparece recogido en los diccionarios que suelo consultar; posiblemente sea un
localismo o un fenómeno de extensión reducida.
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Se crean continuamente
neologismos, que son palabras nuevas (“tablet”), seminuevas (“telebasura”) o
renovadas (“servicios” = ‘retrete’). Pero también las hay que entran en fase de
agonía y finalmente mueren [2]. Es lo que ha ocurrido con nuestro vocablo
“chivata”, tan gráfico, tan expresivo: el plástico o el papel entraron en
tromba en la actividad mercantil y han desterrado a la humilde talega reticular,
tan socorrida. Antes de extenderse más, el término vio, impotente, su final. Ya
nadie tiene ni nombra la “chivata”. Es verdad que ha dejado sucesoras, como se
ve en la foto de la izquierda, llamadas, más elegantemente quizás, “bolsas de malla”. R.I.P. aquella nuestra entrañable “delatora”. No es
la primera ni será la última “cosa – palabra” que se pierda.
[1] J. COROMINAS: Breve diccionario etimológico de la lengua castellana. Madrid,
Gredos, 1967, 2ª ed.
[2] El estudio de la relación entre la vida de
las palabras y de las cosas se instituyó como método de investigación a
comienzos del XX, en torno a la revista llamada, precisamente, Wörter und Sachen
[Palabras y Cosas] (Heidelberg, 1909-1944). Posteriormente,
esta temática pasó a formar parte de la ciencia denominada Etnolingüística.
Postulado fundamental de tal enfoque es que resulta imposible prescindir de una
faceta, la realidad, o de la otra, la lengua, para obtener una visión completa
de ambas. Uno de sus frutos más destacados es el importantísimo Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía,
(Granada, Universidad de Granada, 1961-73, 6 tomos), dirigido por M. Alvar.
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