Una de las condiciones indispensables para que un acto de comunicación
tenga éxito es que el emisor posea una imagen acertada del receptor y adapte su
enunciación a él. Es decir, que quien habla o escribe se haya formado una idea
atinada del perfil característico de aquel o aquellos que lo escuchan o lo
leen. Porque lo importante no es de quién se trata y cómo es el destinatario,
sino de quién cree el emisor que se trata y cómo cree que es. Y lo determinante
es que ambas realidades coincidan o lo hagan en la mayor medida posible. De no
ser así, la consiguiente falta de acoplamiento del discurso al receptor será
fuente segura de inconvenientes y dificultades, que entorpecerán e incluso
imposibilitarán la comunicación. Está, por ejemplo, el típico caso en el que el
niño o niña preadolescente se ve en la situación de decirle a sus padres: “Me
habláis como si fuera un bebé. Ya soy mayorcito/a”; o, al revés, los padres o
los abuelos deben reprocharle: “A tu madre no le hables más así”. O bien esa
otra circunstancia en la que un profesor o un orador eleva tanto la forma y/o
el contenido de su exposición, que obstaculiza la comprensión por su falta de
adaptación a un público que ni conoce ni se ha preocupado de conocer. Aunque la
escena más simple y clara es aquella en la que un señor se nos acerca por la
calle, una calle española, para hacernos una pregunta en francés o en alemán,
sin caer en la cuenta de que lo más probable es que no sepamos su idioma o no
con tanta perfección como para entenderlo y responderle. Permítaseme traer
aquí, porque viene a cuento del asunto que tratamos, el comienzo de un relato mío, “El príncipe desterrado”, con el que me atreví a redactar una continuación de “El príncipe destronado”:
Hola. Soy Quico, el niño de la novela El príncipe
destronado, que escribió Miguel
Delibes. Se ha muerto, ¡qué lástima! Era
como mi abuelo. Ahora tengo seis años y medio. Estoy más grande, pero con los
mismos rizos rubios y ojos azules. Y, por eso, todavía me confunde a veces la
gente con una niña. Cuando alguien me dice: “¡Qué chica tan mona!”, le
contesto: “Yo soy un tío, y usted, ¿qué es? “. O me echo mano a la bragueta y
le suelto:“Soy un niño, si quiere se la enseño”. Y se ríen, pero se nota que es
de vergüenza. (Cuentos con
niño. Madrid, 2013)
Todos estos errores son, generalmente, fruto del descuido, de no poner
atención cuando se ha de tomar la palabra en una interacción, o de la falta de
prudencia. Naturalmente, también cuenta en numerosas ocasiones la ignorancia
procedente de no poseer los recursos necesarios para cambiar de registro y
acomodar el habla al interlocutor, o de desconocer que no siempre ni a todo el
mundo se le puede hablar de la misma manera. Los jóvenes, no todos pero sí muchos,
tan solo saben expresarse con un lenguaje y un tono coloquial, el que emplean
con los amigos y, en general, con sus iguales, cosa que les impide estar a la
altura cuando deben afrontar asuntos en instituciones u organismos oficiales,
en oficinas y despachos, por ejemplo, en
los que la propia temática requiere más esmero lingüístico. Un querido compañero y amigo suele decir que
“el tuteo es un puteo”, refiriéndose a quien, con no poca desfachatez, se
atreve a tutear a todo superior (en lo que sea) o desconocido, para “acortar
distancias”, ya que, al fin y al cabo “todos somos iguales”.
Los chistes, en los que el resultado humorístico se funda en la ruptura
de alguna norma comunicativa o social, muestran actuaciones bastante ilustrativas.
No sé si el lector recordará la época, hace unos veinte años, en la que se puso
de moda crear historias que ridiculizaban al ministro Fernando Morán, los
“chistes de Morán”, en los que él exhibía una notable falta de inteligencia y
un extremo despiste. Creo que este nos servirá:
Va Fernando Morán en el avión
y, a pesar de no conocerse, poco a poco entabla conversación con su compañero
de asiento. Llegan a una cierta confianza y este le dice al ministro:
- Te voy a contar un chiste de Morán.
- Yo soy Fernando Morán.
- Ah, bueno, entonces lo contaré despacito y luego, si eso, te lo explico.
- Te voy a contar un chiste de Morán.
- Yo soy Fernando Morán.
- Ah, bueno, entonces lo contaré despacito y luego, si eso, te lo explico.
Aquí, naturalmente,
se da una importante quiebra comunicativa: por una parte, el compañero no se percata
de lo que comporta que esté hablando con el mismísimo ministro y de que puede
incurrir, por tanto, en una falta grave de cortesía; aunque, por otra,
manifiesta su deseo de adaptación máxima al receptor, proponiéndose narrar con
la mayor simplicidad y parsimonia la historia e incluso explicarla luego. Así, no
sabemos quién es más tonto, si el gobernante o su nuevo amigo.
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