Creo que no es fácil entender, y menos explicar, por qué nos agrada o
desagrada un vocablo. Estoy casi convencido de que no es por su significado
siempre ni solamente; algunas veces, sí, como me ocurre a mí, por ejemplo, con
el verbo fascinar, en cuyo interior
veo un no sé qué de magia, misterio y poderosa luz que me atrae hacia sí. En el
caso de protervo, me inclino más por
la efigie de su cuerpo fónico, esa combinación, juego en realidad, de vibrantes
(“r”) y labiales “p/v”, en torno al núcleo acentual, que se eleva, justo en el
centro de la palabra, a lomos de la contundente oclusiva “t”, desde donde gobierna
todo el vocablo; la secuencia de vocales “o-e-o” posee –para mí– valor de frase musical con su cadencia.
Me parece que también contó la novedad
–nunca había oído ni leído en ningún sitio la palabra–, así como el
escenario textual, el contexto, donde la descubrí: no luce lo mismo una flor en
medio de un cuidado y bien dispuesto jardín que en un viejo y sucio tiesto
arrinconado. En fin, todo esto es por decir algo, porque el amor a las
palabras brota, como en otros órdenes de
la vida, de un enigmático e inesperado
chispazo cegador.
Según era de esperar, quise indagar sobre el adjetivo. Lo primero, conocer
a la familia: es un cultismo, que viene del latín protervus, donde tenía un significado algo cercano al actual en
español (“violento”, “audaz”, “vehemente”, “desvergonzado”, se indica en el
diccionario de Corominas); algunos llevan su genealogía hasta un término griego
e incluso, más allá, hasta una raíz indoeuropea. Leo en el mismo diccionario
que se documenta en nuestra lengua desde el siglo XV; años después, se crearía
el sustantivo derivado protervia y,
más tarde, en el XVII, protervidad. La
RAE recoge en la actualidad estos tres términos, a los que añade el adverbio protervamente. Al parecer, la época de
máximo uso del adjetivo fue la de finales del XIX y principios del XX. Conviene
no olvidar que se trata de un vocablo culto y, como tal, no aparece en la
lengua coloquial. No sé si es legítimo incluirlo entre las “palabras raras”,
como hace algún autor de recuentos, aplicando él sabrá qué criterios. La Docta Casa establece su significado
moderno: “Perverso, obstinado en la maldad” y en los mismos términos
lo definen otros léxicos consultados. Como datos curiosos, existe una
truculenta novela reciente, titulada Protervo.
Memorias de un anticristo (segunda parte: Cuentos protervos), escrita por R. Martínez Velázquez y llevada
luego al cine; así como una breve historia sobre un sanguinario criminal,
debida a mi casi tocayo José Antonio Ramos Sucre (escritor y diplomático venezolano
de principios del siglo XX), que se titula también El protervo.
Consecuencia lógica de
mi intenso apego a protervo fue
incorporarlo definitivamente a mi idiolecto, con un tipo de existencia singular,
según se verá. Y pasó a continuación del léxico pasivo al activo en las
siguientes circunstancias: uno o dos cursos después de aquel COU, tenía yo un
alumno de los que entonces consideraba difícil (hoy lo rodearía con el halo
beatífico de un San Martín de Porres, por ejemplo); en realidad, se mostraba
correoso, impertinente, cargante, molesto, porque intervenía a destiempo y con
un punto de provocación. Era, pues, el momento y tipo idóneos para sacar de mi
conciencia lingüística y aplicarle mi venerado protervo, pues el niño daba la talla y lo pedía a gritos. Conté mi
decisión en casa, donde se conocía el libro de Martín Santos, el uso en él de protervo y mi afecto al término. Allí fue
entendida, aceptada, aplaudida e incluso celebrada como invención humorística tal
adjudicación en forma de mote literario. Por fin disponía yo de mi propio protervo,
semejante al de la Dora de la famosa novela. Pero no paró en este punto el
proceso: a partir de ahí empezaron a aparecer profusamente protervos en la conversación familiar y a tener cada uno el suyo o
los suyos propios, a poco que se topara en su quehacer externo con personajes
nefandos y sufriera su comportamiento. Hablábamos –y hablamos– con toda naturalidad de “mi
protervo/a”, “su protervo/a”, “He visto a tu protervo”, etc., con expresión precisa
de la pertenencia. Aparte, tenemos otros comunes, como los “malos” de películas
o novelas, o bien algún personaje de la vida pública, de los que pueblan los
medios de comunicación, con una actuación o un talante indecentes o perversos,
¡y hay tantos! Etc.
Por todo lo dicho,
mejor, escrito, estoy y estaré siempre agradecido a la breve y gran palabra protervo
y a quien me la enseñó y me hizo quererla.
JOSÉ ANTONIO RAMOS
Tengo que agradecerte yo también la forma tan amena con la que acabas de enseñarme la palabra protervo. Con tan doctas explicaciones voy a añadirla facilmente a mi idiolecto y creo que, desgraciadamente, después de escuchar cualquier telediario, es muy facil encontrar sujetos a los que aplicársela.
ResponderEliminarCoincido con el comentario de Rosi. La explicación tan amena que haces del término "protervo" y sus derivados hace que el lector sienta inmediatamente unas ganas enormes de usarla, de incorporarla, como tú, José Antonio, dices, a su idiolecto. Un cultismo que contribuye a hacer más culta, cuando corresponda, nuestra expresión. Enhorabuena y gracias por tu artículo, José Antonio.
ResponderEliminar