José Antonio Ramos
Solo
he visto una procesión la pasada Semana Santa de Antequera: la última cofradía,
la que suele cerrar el calendario de desfiles, esto es, el Cristo Resucitado. Y
fue por puro azar. Me encontré el paso al desembocar yo a calle Cantareros
desde Toronjo, después de efectuar unas compras. O sea, la última y por
casualidad.
Desde
hace unos años, mi interés por los desfiles ha menguado considerablemente.
Puedo decir que llega ya a la mínima expresión, consistente en la vega del
viernes y, sobre todo, las bandas de música. Poca cosa, lo sé, pero es lo que
hay.
Bien,
pues en la esquina de la calle Toronjo, aguardé a pie firme el transcurrir de toda
la fila de personajes que precedían y acompañaban a la imagen del Resucitado, hasta
que llegó la música, que cerraba el desfile. Claro, ahí estaba lo mío. ¡Una
banda extraordinaria! Pregunté a una jovencísima clarinetista en una pausa y me
informó del nombre, que he olvidado, y de la procedencia: el cercano pueblo de
Casabermeja. ¡Qué bien tocaban esos músicos, pese a la corta edad de la
mayoría, apenas adolescentes! Más aún: mientras avanzaba Cantareros adelante,
pude disfrutar de una recepción optimizada, gracias a las excelentes virtudes
acústicas de esa vía, portentosa caja de resonancia gracias a los edificios,
más bien elevados, y al cierre superior de toldos. La marcha que tocaban
adquiría una sonoridad grandiosa, que incluso se expandía en forma de eco a
medida que el sorprendente conjunto instrumental se alejaba.
De
regreso a mi domicilio, muy impresionado pues la música me apasiona, no pude
menos de felicitar para mis adentros a esa localidad vecina por el conjunto de metal,
madera y percusión que se ha conseguido allí formar para disfrute de autóctonos
y también de comarcanos. Inmediatamente después, por rebote, me sobrevino un
pensamiento revestido de malestar e incluso de indignación: «¡Y Antequera, toda
una ciudad, sin una banda de música!».
¿Por
qué Antequera no tiene una banda? Me imagino que muchos paisanos se habrán
hecho esta misma dolorida, quejumbrosa pregunta, sin poder responderse, como
yo, de manera cabal y razonable. Una vez me atreví a formularla en los aledaños
del poder político municipal y se me contestó que el motivo era económico, pues
sale más barato contratar una formación de cualquier otra localidad que tener
una propia. Puede que sea cierto, pero me resulta tan débil criterio el
puramente dinerario, tratándose de un bien cultural como la música...
¡Cuánto
hemos perdido! Los de mi generación e incluso los de otras próximas aún recordamos
aquellos pasacalles que abrían armoniosos, alegres, las mañanas de todos los
días de feria; los acompasados pasacalles con motivo de cualquier celebración o
festividad; el acompañamiento, luctuoso pero solemne y pleno de elevación, de
los tronos de la Semana Mayor; la actuación en las corridas de toros; los
memorables conciertos dominicales en el recinto del paseo ―hace poco
reconstruido, no sé para qué―, en los cuales muchos niños y jóvenes nos
iniciamos en el deleite del pasodoble, de la zarzuela, ¡música grande!, del
vals, de la jota, del chotis… y, en general, en el gusto por la buena música. Acudíamos
sobre la una de la tarde, antes de almorzar, a disfrutar, en un marco natural maravilloso,
de los sones de nuestra banda antequerana y hasta de la visión y audición
cercana de los instrumentos, que ―al menos a mí― nos llamaban tanto la atención.
Hubo unos años, no tan lejanos, en los que el concejal responsable tuvo la
feliz idea de organizar actuaciones de la banda en los barrios, por los que iba
rotando con una determinada periodicidad.
¡Cuánto
hemos perdido al desaparecer la banda! Y solo por una cuestión de ahorro, de
recorte monetario, de control de gasto. ¡Puaf! Por unas monedas también se
vendió a Cristo. Apelo a la ciudad, a las autoridades.
Tenemos
la Escuela de Música, tenemos el conservatorio. Estupendo, pero no basta. ¡Una
banda, por Dios, una banda!
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