En una recolección apresurada y asistemática, me he
encontrado con pinceladas de reconvención, afeamiento, acusación también, en
momentos en que una persona no concede a otra una petición (un caramelo, por
ejemplo) y esta lo despide entre malhumorado, despechado, deseoso de venganza y
lleno de menosprecio: “Anda, hijo, a ver si te atragantas”, “Anda, hijo,
métetelo… donde te quepa”. Miremos este otro ejemplo: una chica le enseña al
novio su vestido nuevo, él apenas la mira y no dice nada, por lo que ella lo
acusa: “Osú, hijo, qué esaborío eres” [“Jesús, hijo, que antipático eres”]. Nótese
cómo en estos dos enunciados últimos, el vocativo “hijo” (o “hija”, aquí sí) va
antecedido de una interjección (“osú”) o un verbo en camino de dejar de serlo (“anda”).
Similar matiz negativo presenta, por último, el vocablo “hijo”
en vocativo, cuando se quiere hacer ver a alguien (el “hijo”) que no ha hecho
las cosas como debiera o como se esperaba: “Pero, hijo, mira cómo has dejado la
cocina”, “No, hijo, así no conseguirás nada”, "Ay, hija, alegra esa cara".
En todos estos casos, en que la palabra “hijo” adquiere
sentidos alejados del núcleo semántico originario, poblado de afecto, ternura, comprensión,
proximidad, simpatía, etc., cabe preguntarse el motivo de tal mutación, mejor
dicho, del paso de un extremo al opuesto. ¿Tal vez porque a los hijos, a pesar
de que se les quiere, también se les advierte e incluso se les riñe si hacen lo
que no deben o como no deben?
Termino narrando otra anécdota: desde hace años, suelo ir a
comprar agua o cerveza a un mismo kiosco cuando vamos a la playa; el dueño y
dependiente, siempre, siempre, siempre, me trata de “hijo”. Puesto que soy
mayor que él y nunca me porto mal, sinceramente no acierto a descubrir en qué rara
categoría semántica me encuadra.
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