Eduardo salió,
como otros muchos, con la camisa y el jersey en la mano, sin calcetines y con
los zapatos en chancla. Corrió todo lo que pudo
-aplicando ya, inconscientemente, el absurdo patrón general de conducta
acelerada- y alcanzó a ocupar la
penúltima plaza de una de las dos filas que se formaron. Se alegró de no estar
en la cola, como todos los que le antecedían. Según se pudo comprobar en las
próximas semanas, las continuas carreras características daban como
consecuencia la aparición de brotes de rivalidad, la pugna por llegar los primeros
o, al menos, no ser los últimos. Quienes quedaban descolgados del pelotón, no
solo eran avergonzados e incluso castigados por los superiores, sino también
escarnecidos por los iguales. Todos terminaron por asimilar, al menos
aparentemente, el valor absoluto de la celeridad, nunca justificada. De camino,
se fue imponiendo un tipo de comportamiento como lucha, como disputa, como
aspiración a ganar, a pesar de que el
premio solo fuera un puesto de cabeza o dos segundos menos de tardanza. La
inclinación innata de Eduardo a la comodidad chirriaba en su interior con tal
proceder, porque él nunca había buscado quedar por encima o por delante como
meta, aunque solo fuera por no molestarse. No obstante, aquí caía a veces en la
trampa y se esforzaba por ser de los primeros, sin que se pudiera explicar bien
por qué.
Cuando el
chaval escapó del aturdimiento de los primeros días, en que se comportó como una
máquina accionada por órdenes que a él le sonaban a temibles alaridos, empezó a
sentirse incómodo, molesto e incluso irritado, por la opresión del
apresuramiento continuo. La parte de la jornada con actividad reglada (desde
diana, a las seis y media, hasta marcha o tiempo libre, a las cinco de la
tarde) le parecía como una película proyectada a cámara rápida, o sea, una
sucesión de imágenes que no acertaba a distinguir, porque pasaban vertiginosa y
atropelladamente; tampoco podía pararse a disfrutar, llegado el caso, de algunos
de los ejercicios o quehaceres, que seguramente le hubieran interesado o al
menos entretenido. El pobre Eduardo se parecía a un trompo cuando es lanzado a
la cingulera y da vueltas y vueltas… por mera inercia. Claro que él lo veía al
revés, como si todo lo que le rodeaba le diera a él vueltas y vueltas, impidiendo
que la capacidad de reconocimiento y pensamiento le funcionara a su ritmo, es
decir, pausadamente, sosegadamente, con libertad para detenerse aquí o allí, después
continuar, etc.
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