viernes, 1 de septiembre de 2023

LA MAYORÍA POLÍCROMA

 


Una encarnizada pelea de gallos (y gallinas), una fuerte agarrada en la verdulería (con perdón de los titulares), un fiero combate de boxeo, una lucha a muerte, una encendida riña de patio de colegio, un periódico enfrentamiento de hoolingans… es lo que supongo les parecen los plenos de nuestro Congreso de Diputados a los pacientes ciudadanos que suelen presenciarlos  por televisión. Descalificaciones, insultos, desprecios, rechazos, críticas cargadas de ofensivos ataques, burlas, sarcasmos… se suceden en la mayor parte de las intervenciones de sus señorías cuando suben al estrado.  Muy pocas propuestas, muy pocas valoraciones ponderadas, muy pocas actitudes de diálogo y muchísimas menos señales de acercamiento en busca de consenso... Los adversarios se tratan como enemigos mortales a los que hay que anular, machacar, silenciar, desacreditar, abuchear, malinterpretar y parodiar, escarnecer… mientras más, mejor, no importa de qué forma ni en qué términos. Por suerte para todos, no son muchos los que siguen esas sesiones ni tampoco los que las recuerdan y/o las tienen presentes a la hora de votar. Quizás deberíamos reflexionar un poco todos y comportarnos de manera más consecuente, poniendo en marcha de modo colectivo alguna providencia para denunciar, al menos eso, los hábitos de los que dicen ser nuestros representantes, a los que incluso se les suele investir con el preclaro título de Padres de la Patria. «¡Vaya padres tan faltuscos!», que diría el castizo.  

Las conclusiones de los estudios del discurso político, cada vez más numerosos y detallados, parecen corroborar con datos, explicaciones y argumentos la impresión de los asistentes a las sesiones parlamentarias arriba descrita. Cito un párrafo de un excelente trabajo que, en su referencia genérica (es decir, aplicable a cualquier parlamento), no deja lugar a duda:

«Según Blas Arroyo (2001), el debate político cara a cara se convierte en una "batalla" de argumentos contrarios entre dos o más interlocutores. El arma principal de esta batalla es la agresión verbal, puesto que la victoria consiste en anular el discurso de quien está enfrente defendiendo puntos de vista diferentes. La probabilidad de que el discurso se convierta en un intercambio "pacífico" de ideas contrapuestas con recursos que puedan convencer al interlocutor se convierte en una táctica inválida en este tipo de discurso, dado que se utilizan estrategias como la ridiculización, el amedrentamiento y la invalidación de la imagen pública del adversario»  (https://www.scielo.cl/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S0718-22012012000200010).  

La investigación no solo constata esa desagradable conducta, sino que parece justificarla y considerarla incluso como algo normal, algo propio del carácter de la discusión política, perfectamente aceptable:

«La interacción parlamentaria es un choque no de propuestas personales, opiniones o ideas, sino macroideas, mundos, sistemas de creencias, que se enfrentan en un espacio donde todo está decidido y polarizado […]. En este entorno, la función de los participantes también es fija, en virtud de lo que la sociedad haya decidido: están en el gobierno (poder) o en la oposición. Las funciones de cada grupo están perfectamente delimitadas y esto prevalece sobre el propio partido, le concede un perfil. El miembro del gobierno presenta propuestas, defiende su gestión, intenta convencer y se defiende de los ataques. El rol de la oposición es atacar, denigrar la gestión del gobierno y pedir informaciones y explicaciones. De entrada, pues, la descortesía está legitimada de la parte de la oposición. Es su “labor de oposición” […]. En suma, en las preguntas orales, hombres y mujeres recurren a la descortesía como arma para realizar su tarea de oposición y crear una autoimagen, una identidad agresiva. El miembro del gobierno, por su parte, usa al principio de su respuesta la cortesía o la indirección para crear una imagen colaborativa, y luego en la defensa pasa al ataque» (https://www.um.es/tonosdigital/znum25/secciones/estudios-11c-catalina_fuentes,_(2013,_tonos_25).htm). [1]

Mencionaré un tercer análisis que abunda en el asunto, en parecidos términos:

«Es necesario señalar que los debates políticos televisados aceptan cada vez con más normalidad las manifestaciones de insultos en sus emisiones, convirtiéndose en un contexto en el que la descortesía desempeña un papel principal y no marginal (Culpeper, 1996: 366). Esta afirmación se desprende de la tolerancia de los moderadores y de las escasas reacciones que se producen para reparar su imagen por parte de los hablantes ofendidos. Las reacciones que sí se producen se basan especialmente en el contraataque al contrario, y en menor medida en la defensa y la negación del ataque que se acaba de recibir. El insulto, expresado especialmente por estructuras indirectas, se convierte, así, en un rasgo configurador de los debates periodísticos de contenido político, dentro de su consideración como espacios que fomentan la agresividad y la polémica».  (https://idus.us.es/bitstream/handle/11441/75361/1/DS4%284%29Gonzalez.pdf?sequence=1)

No sé si pareceré demasiado osado, o ingenuo, al expresar, después de estas citas, una opinión propia, no totalmente coincidente. Parto del principio constitucional de que el parlamento es una institución cuyo fin es generar leyes y normativas de diverso tipo, destinadas a mejorar la situación del país en el momento presente y de cara al futuro (podría ―quizás debería― concretar lo que significa para mí «mejorar», pero no voy a hacerlo de momento. Remito al sentido común y la idea general sobre el concepto). Para ello, entiendo que, dada la diversidad de concepciones presentes en la cámara, con diferente respaldo numérico de escaños, sus señorías disponen de dos posibilidades: a) acudir al procedimiento de la votación, con la que los textos legales se aprueban o rechazan por mayoría (permanente o circunstancial), b) negociar para llegar a unas formulaciones consensuadas, que se suponen menos sesgadas, más aceptables por todos y, por lo tanto, menos sujetas a rechazos o críticas posteriores, a enfrentamientos continuos, tanto en el propio ámbito de las cámaras legislativas, como en los medios de comunicación y en la calle.

Me considero partidario de esta última vía. Por eso, soy de los que se escandalizan cuando presencian las peloteras, entiendo ―siento― que vergonzosas, en los plenarios, con cuya descripción iniciaba este artículo. Acepto la negociación serena, detenida, en busca del acuerdo y el compromiso, donde todos cedan algo para conseguir que todos o casi todos queden lo más satisfechos posible. Por principio, defiendo esta estrategia en todos los contextos donde, de entrada, no haya acuerdo. Pero también por razones prácticas: al analizar un problema, al buscar una solución, al definir una senda de avance y desarrollo, al buscar una mejora, para elegir una opción, etc., es bueno que se barajen diversos enfoques, mientras más mejor; se tengan en cuenta varios puntos de vista, mientras más, mejor; se sopesen distintos modos de análisis, mientras más, mejor, etc. Estoy seguro de que el resultado será más adaptado a lo que se pretendía, más eficaz la solución, más fructífera y duradera la mejora... También, en el caso de las sesiones televisadas, habrá un efecto didáctico beneficioso para los televidentes en sus interacciones cotidianas.

Si afirmo, para terminar, que me sumo a la doctrina de que «la mayoría siempre tiene razón», no se debe ver en ello una contradicción con lo que he defendido en el párrafo anterior, supuesto que me refiero no a la mayoría monocolor, sino a la que llamaré con la alegre y bella expresión «mayoría multicolor». O «mayoría polícroma», me da igual.



[1] Las ciencias de la comunicación han acuñado unos sentidos de los términos «cortesía» y «descortesía» que, si bien más aquilatados, no difieren excesivamente de los que manejan los hablantes no especialistas. Por eso no se entra aquí en sus respectivas definiciones expresas.



3 comentarios:

  1. No hay ideas ni propuestas. Solo una encarnizada lucha por el poder personal, que además supone un rentable beneficio económico.

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  2. Desde hace tiempo, en el que ya somos mayorcitos, nos hemos dado cuenta de que "la mayoría solo tiene la mayoría, pero no la razón", porque un pueblo que no se da cuenta de la falta de educación de sus señorías, tanto cuando hablan como cuando golpean en las mesas de sus escaños, está predispuesto a cualquier barbaridad. Si es verdad que aquellos veintiséis millones de españoles que había que apartar, al menos, de la política, se han visto negros para salvar los muebles en las últimas elecciones, está claro que la educación brilla por su ausencia en el Parlamento, donde desde el primer momento de oposición se utilizó una santa actitud de acoso y derribo. O este país se educa y habla con educación o no nos entenderemos, sobre todo, si seguimos con la deportividad de "a por ellos joé".

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