Se quejaba hace unos días una madre finlandesa de que la
profesora de español de su hijo es demasiado estricta. El chaval ha aprendido
nuestra lengua en su casa, de boca de la madre, que procede de Méjico. La
profesora le corrigió un uso anómalo, incorrecto, según ella, de la palabra
“librero”. En España designa al dueño o dependiente de una librería, pero en
algunos países hispanoamericanos, entre ellos Méjico, también significa
“librería” en el sentido de ‘estantería para colocar libros’. En la clase se
enseña, por lo visto, el español de España, solo ese, razón por la cual fue
rechazada la variante mejicana.
Yo comenté a la madre que la Real Academia admite el doble
uso de “librero”, cosa que ella ya sabría, porque también da clases de español
en el mismo país nórdico. Añadí que todos los que, en una línea purista,
limitan la legitimidad a la variedad peninsular, están muy equivocados, así
que -salvo por la incidencia en las
notas- no debía preocuparse, en mi
opinión, por el idiolecto de su hijo, al menos en ese aspecto.
Planteé otro argumento en contra de la maestra, que, por
cierto, es originaria de Holanda. Si partimos de la división entre español de
España y español de América -muy simple,
pero me sirve-, está claro que el futuro es del segundo, en el caso de que la
situación actual de convivencia y equilibrio cambie a favor de una u otra.
Cientos de millones de hablantes extranjeros hacen que la península sea una
insignificante isla, donde le hacen, además, competencia creciente algunas
lenguas regionales. De todas las emisoras de radio y canales de televisión que
ahora mismo, en este instante, están emitiendo, ¿en cuántas se expresan los
locutores en castellano de Castilla? Una escasa minoría en comparación con las
que tienen voz hispanoamericana. La lengua española nació en España, en
Castilla, pero ya no es propiedad nuestra solamente; más aún, la mayor parte de
las acciones están en manos extranjeras. La señora holandesa debe reflexionar y
darse cuenta de esto. Y admitir la heterogeneidad dialectal en su clase, no
distinta de la que sucede fuera, en el mundo.
File:Map-Hispanophone_World.png |
Como puede suponerse, me estoy refiriendo a la lengua
hablada, no a la escrita, que marcha por otro camino, que tiene su devenir
propio. A tal propósito, quiero señalar otra cuestión: muchos españoles (y/o
hablantes de español foráneos) no solo elevan a la categoría de modelo la
modalidad peninsular, sino que circunscriben dicho papel a una de las
variedades de España: la castellana. El tópico consiste en defender la forma de
hablar de Valladolid o Burgos como la mejor, la más correcta. No sé si la
maestra del niño finés también está en eso. Si es así, ha caído en un nuevo
error. No sabe que “la” lengua equivale a una suma de variedades dialectales, sociolectales,
etc., y que todas son igualmente válidas y aceptables.
Los andaluces hemos de ejercitar mucho nuestra autoestima en
este aspecto. Bastante gente opina que hablamos mal, porque lo hacemos de
manera distinta a los del norte de España: nos comemos consonantes, construimos
de forma diferente los enunciados, tenemos una retórica singular, etc. Yo creo
que aquí la equivocación parte, no del menosprecio social y cultural de
Andalucía o de su atraso histórico, según suele afirmarse también, sino de otro
factor: la consideración
-fetichista- de la lengua escrita
como forma suprema del bien hablar (nótese de entrada la contradicción: lengua
escrita – bien hablar). Semejante identificación significa un modo de pensar
equivocado. Pero así llevan entendiéndose las cosas una eternidad. Y, a partir
de tal axioma, falso, se llega a la conclusión, falsa, de que el habla es tanto
más aceptable, más correcta, cuanto más se parece a la lengua escrita y
viceversa. Regla de tres por la cual se termina otorgando la supremacía al
habla castellana, la del norte de España, por ser la más próxima a la norma
escrita, sobre los dialectos meridionales, concretamente los andaluces.
Lo mismo que cualquier otro tipo de conducta, el uso de la
lengua depende no solo del conocimiento que se llegue a tener de ella (de su
vocabulario, de su sintaxis, de las reglas comunicativas, etc.), sino también de
la interpretación y valoración que se haga de los fenómenos
lingüístico-comunicativos. Aquí nacen y perviven muchos mitos. La profesora holandesa
de español cae en un error de interpretación de la convivencia entre dialectos,
de idéntico calibre, aunque de diferente naturaleza, al de los andaluces y no
andaluces que colocan el ideal de lengua hablada en la lengua escrita.
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