Si nos ponemos a rebuscar en el fondo de nuestra conciencia lingüística, todos tenemos ahí depositadas un puñado de palabras favoritas, de palabras a las que tenemos gran apego. Nos suenan de un modo especial, nos besan los oídos cuando llegan hasta ellos, las pronunciamos con delectación, regusto, con singular devoción y respeto, nos hacen detenernos y complacernos cuando nos encontrarnos con alguna en la lectura. Son, por derecho, nuestras palabras más queridas.
Mi extensa vida me ha permitido
depositar en ese baúl sentimental una docena de términos, o pocos más, y ahora,
después de estar guardados y protegidos del olvido, quiero buscarlos por los
rincones de mi memoria y sacarlos a la luz, para contemplarlos, admirarlos,
disfrutarlos como tesoro almacenado; también pretendo ofrecerlos a quien tenga
un espíritu pronto a recibir regalos de cultura.
Unas de esas palabras me han gustado por
sus sonidos, otras por lo que significan, casi todas por los elementos de mi entorno
y mi experiencia más cercanos a los que aluden. La inmensa mayoría, por todos
estos motivos a la vez.
Creo que la grandeza de las palabras que
nos importan no está en lo que son o en lo que contienen, sino en la resonancia
que su presencia o su evocación dejan. Espero plasmar en las hojas que siguen
esa estela que en mí dibuja el breve número de términos que paso a glosar. No
van ordenados según criterio alguno, salvo tal vez los dos primeros, que se han
ganado sus puestos a pulso: uno, el de cabeza, es el que más amo ahora; el
segundo, el de mayor antigüedad en mi recuerdo de preferencias verbales.
Comienza aquí, pues, mi pequeño y
humilde Tesoro de Palabras Predilectas. Espero tocar en alguna página alguna
fibra de la sensibilidad lingüística de algunos de los lectores.
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