Uno de los fenómenos televisivos considerado
como símbolo y emblema de la generación que vivió la transición española, fue el programa La Clave, dirigido y presentado por el
extraordinario periodista José Luis Balbín. Se emitió entre los años 1976 y
1985, con alguna interrupción y unas cuantas censuras. En cierto modo, fue el
espejo donde se miró aquella incipiente democracia y donde vio reflejado su
ideal de sociedad y su aspiración a la convivencia pacífica. Para los que no
llegaron a conocerlo, era un espacio dividido en dos partes: una película de gran
calidad, relacionada con el tema que cada día se trataba, seguida de un largo debate
entre personas con opiniones, trayectorias, dedicaciones… muy diversas, incluso
opuestas, en relación con la cuestión elegida. Podríamos también denominarlo
tertulia o coloquio, puesto que no se trataba de llegar a un acuerdo final,
sino solo de exponer libremente las ideas y convicciones de cada uno, de
mostrar diferentes enfoques y apoyos argumentales, de calibrar los efectos y
consecuencias de diversos modos de pensar y actuar, etc. El diálogo se
desarrollaba en un ambiente sosegado (incluso la iluminación era
conscientemente relajante), de mutuo respeto y extrema delicadeza; es decir, lo
más lejano a una enfurecida batalla por salir vencedor de… nada, porque allí no
se ventilaba ninguna victoria ni derrota dialéctica ni supremacía ideológica,
estética, etc. Me acuerdo especialmente de dos: uno, en el que realizó una
extensa y pormenorizada declaración R. Serrano Súñer, y otro, en el que, creo
que por primera vez en televisión, participaba Santiago Carrillo.
En el plano formal, uno de los secretos del
éxito de un debate o coloquio está en el respeto a los turnos de palabra, o
sea, en la ausencia de interrupciones. Cortar una exposición es lo mismo que destruirla,
por aquello de que “argumento partido, argumento perdido”. Los que dedicábamos
tiempo y esfuerzo en nuestras clases de Lengua a habituar a los alumnos a
intervenir en coloquios y debates insistíamos en este punto y en inculcar el
autocontrol cuando se les ocurría contestar en medio de una intervención ajena
y a hablar cuando les tocara. Muchas veces afirmaban que entonces ya no valía
la pena, era demasiado tarde, su réplica se devaluaba. En mi caso, trataba de
inculcarles el valor y la utilidad de la “respuesta aplazada”, precedida de un
resumen de aquello contra lo que se fuera a opinar y argumentar. Recuerdo que
una profesora de Secundaria, asistente a un curso sobre esta materia,
confesó -para sorpresa de muchos, entre
ellos un servidor- que los debates así,
tan ordenados, le parecían muy aburridos.
Bastantes debates de hoy, tal vez con la orientación
“lúdica” de la citada profesora o incluso persiguiendo un fin aún peor,
sobrepasan la línea del respeto a la palabra de los demás, no ya interrumpiéndolos,
sino aplicando un instrumento aún más perverso, como es la superposición de
turno. Es decir, hablar mientras otro participante está en el uso de la
palabra. Me refiero no al mero corte
puntual, más o menos espontáneo, no calculado, sino al propósito intencionado de
silenciar al contrario, tapando su exposición con otra, dicha generalmente a
más volumen. Junto con la descalificación como principal -casi única-
arma, creo que supone la adulteración y perversión extrema de la
discusión como medio de confrontar ideas y poner a prueba los argumentos, la
ausencia total de respeto a las ideas de los demás y, por ende, a su misma
persona. No importa que el público o los espectadores no se enteren de nada,
mejor dicho, lo que importa es que no se enteren de nada y tan solo fijen su
atención en que tal o cual tertuliano sobresale entre los demás porque controla
el curso del diálogo, anulando y ofendiendo al resto. Naturalmente, no todos
los componentes de los auditorios de debates así extraen, por suerte, las
mismas conclusiones. Hay programas de determinadas cadenas de televisión que
son auténticos modelos en el uso de la endiablada técnica que he descrito y,
dado que llegan a mucha gente, se constituyen en modelos infectos y corrosivos.
Se emiten otros, la verdad sea dicha, que recuerdan bastante a aquellas formas
y actitudes de La clave, tan
añoradas. Espero que no les resulten aburridos a demasiados televidentes.
Totalmente de acuerdo. La Clave era parte de una televisión de calidad que hemos perdido. Algunos programas de "La noche en 24 horas" tuvieron esa calidad tanto por la variedad de opiniones como por el respeto a los turnos. Respecto a las normas en los debates el autor omite otro aspecto muy importante que es el rol del moderador que debe de abstenerse en emitir su opinión personal y centrarse en mantener las formas susodichas.
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