Jairo había pasado toda la noche de juerga. Con gente a la que apenas conocía,
riendo chistes y bromas que maldita la gracia, empapándose de güisqui peleón, en una
caseta de feria repleta de sudor y polvo.
Abría la aurora cuando el chaval se tumbó, no en su cama, mullida y maternal,
sino en el duro suelo del parque, disfrazado con la verde alfombra del césped. Al aire
libre, sin ni siquiera quitarse las zapatillas. Tardó sólo un instante en esconder, detrás del
sueño, sus grandes ojos color miel.
Cuando despertó, el sol de mayo ya calentaba. No sin dificultad, Jairo logró
erguir el cuerpo y poner en pie su conciencia. Entonces sintió, pese a todo, orgullo y
satisfacción. Ese orgullo y esa satisfacción que hacen a los chicos sacar pecho y andar con
las piernas ligeramente abiertas, a pasitos cortos, alegres. Jairo recogió su mochila y se encaminó, sin más, hacia el primer día de sus primeros 18 años.
JOSÉ ANTONIO RAMOS
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