Para
una gran parte de la población, leer es, en el mejor de los casos, un deseo insatisfecho,
una asignatura pendiente, un objetivo que con gran dificultad se alcanza tal como
es concebido, es decir, como una actividad permanente y continuada. Lo mismo que
inscribirse y asistir a un gimnasio, apuntarse a unas clases de inglés, dejar
de fumar y otras metas por el estilo. La acción del colegio, de bastantes familias,
de medios de comunicación… hace que muchas personas tengan buenas intenciones, las
cuales no obstante quedan incumplidas más de lo que ellas mismas desearían.
Hay
quien se propone, en alguna de las encrucijadas de su vida, como por ejemplo
las vacaciones, la jubilación, una baja laboral, etc., iniciar la lectura de una
colección de premios Nobel comprada hace años o unos tomos maravillosamente
ilustrados de La vida en los fondos
marinos, que reposan en la estantería, o la antología de poemas de Miguel
Hernández, admirado tal vez por una única obra conocida: puede que “El niño
yuntero” o la elegía dedicada a Ramón Sijé. Luego pocas veces se pasa del mero
intento o de dos o tres ratos ante las páginas. Para mí tengo que el hábito de
leer es muy difícil que se genere en la edad adulta, cuando ya todas las
inclinaciones, gustos, tendencias, predilecciones… están más que afianzados.
A
efectos de lo que voy a expresar después, me interesa distinguir estos dos
componentes de todo texto escrito, dispuesto para leer: el contenido y la codificación
en forma de lengua escrita. Esta es el vehículo para llegar a aquel. Buena
parte de las personas con una formación muy elemental, o sea, que solo saben descifrar
los signos escritos y poco más, y que además no se enfrentan con textos más
allá de lo estrictamente necesario, tal vez estimarían sentir el placer de
conocer y degustar las historias que se cuentan en novelas o relatos breves, es
decir, de lo que he llamado el contenido; pero se topan con el obstáculo de
tener que penetrar la lengua escrita, operación para la que frecuentemente no
están formados ni entrenados y, por tanto, representa un muro insalvable. Así,
se ven obligados a leer en voz alta, o al menos susurrando, para escuchar las
palabras y poder así entender lo que dicen, como si alguien les estuviera
hablando; muchos más reproducen en su mente esos sonidos, con la misma
finalidad. Evidentemente, esta es una forma de leer pesada y cansina, que hace
laborioso y enlentece el proceso, alejando el arribo al contenido, que es la
finalidad primordial, la que causa agrado y deleite. El lector se agota a las pocas
páginas y deja el libro para siempre, a no ser que, como ocurre a los estudiantes,
se vea obligado a volver a traerlo a su mesa de trabajo y enfrentarse con
desgana a los párrafos que llenan sus hojas.
Si
comparamos el grado de dificultad que representa la comprensión de textos
escritos con el que supone la recepción de la lengua oral, la distancia es enorme
a favor de esta última. Resulta muy evidente cuando se presencia una película
no doblada, con subtítulos: cuántos espectadores se quedan a la mitad de cada
frase escrita y abandonan seguir la acción leyendo, en vez de hacerlo
simplemente escuchando las intervenciones orales de los personajes. Siendo esto
así, una posible solución al problema del bajo nivel de lectura de adultos,
jóvenes y niños podría consistir en sustituir el código escrito por la forma
oral. Es decir, que las obras, principalmente literarias, se editaran no solo
en soporte de papel, sino también en la modalidad de audio. En realidad, esto se
inició hace años. Alguna empresa española, creo que Planeta, lanzó al mercado
cintas de cassette con textos literarios reproducidos por actores y
profesionales de la comunicación audiovisual. Si no estoy equivocado, no
tuvieron esas publicaciones gran difusión. En la actualidad, y para el ámbito
del castellano, contamos con iniciativas nuevas de este tipo, de las cuales una
de las más conocidas es Audible, de
Amazon, donde también hay obras en otras lenguas (españolas y extranjeras). Puedes
solicitar las obras del catálogo sueltas o bien abonarte mediante un pago
mensual de unos 10 euros para tener acceso casi ilimitado.
Hace
algún tiempo que «leo» audiolibros y confieso
que no solo es un buen invento, sino que, sobre todo, procura un notable placer.
Y ello porque las grabaciones están realizadas por profesionales del cine, el
teatro y la comunicación, con resultados que superan con mucho en expresividad
al partido que cualquiera de nosotros le podría extraer a la lectura llamada silenciosa.
Me recuerdan mucho las antiguas radionovelas que diariamente se emitían en mi
infancia por capítulos y que tenían a las amas de casa enganchadas, como se dice ahora; también a
algún que otro hombre ―la mayoría no estaba en casa a la hora de la emisión―. De
adolescente, seguí alguna que otra. Mis coetáneos se acordarán de la célebre, e
interminable, Ama Rosa. A su imagen y
semejanza, vinieron después las telenovelas o culebrones.
Abogo
por el audiolibro basándome en mi experiencia personal, que me ha permitido
apreciar las ventajas que representa, si lo comparamos con el grafolibro, (perdón por el palabro). En
primer lugar, primerísimo diría, hace desaparecer las dificultades que ofrece
la lectura de lo escrito para muchas personas, jóvenes y mayores, como he
señalado arriba, las cuales creo que influyen tanto en el bajo nivel de lectura
en España y en todo el mundo en la actualidad; este factor es fundamental. En
segundo término, te permite «leer» mientras estás realizando
otra actividad cotidiana que no exija una gran atención, sobre todo las
domésticas, las de aseo, las de descanso diurno, aunque también algunas de las
exteriores como el ejercicio físico (a la intemperie o en el gimnasio), el
traslado a pie, los viajes, etc., etc. No pocos adolescentes se pasan las horas
con los auriculares en las orejas, oyendo su música preferida; los adultos se
aficionan más a los programas de radio. ¡Cuánto rentabiliza el tiempo tal simultaneidad!
También podrían «leer». Perdón por la
autorreferencia: yo me suelo beber entre dos y tres audiolibros al mes, sin
dejar de ejecutar otras tareas compatibles. En tercer lugar, resulta en general
más económica la audiolectura: ya he mencionado el abono mensual; también se
pueden comprar libros sin ser suscriptor, a precios que suelen oscilar entre
los 5 o 6 y los 15 o 16 euros. Por último, el sonolibro (otro palabro) no ocupa
lugar alguno, a diferencia de los voluminosos títulos a lo Ken Follett, tan de
moda. No hay ni que mencionar el beneficio que representa para las personas con
problemas de visión poder escuchar buenas grabaciones de literatura.
Pensando
especialmente en los niños y adolescentes, tan aficionados a la técnica y los
artilugios en general, y tan perezosos para la lectura escrita, me parece que
constituye un gran factor de motivación el que alguien les cuente historias sin
tener que leerlas. Por otra parte, salvo las habilidades de descodificación
gráfica, todas las demás destrezas implicadas en la grafolectura y sus efectos
beneficiosos se dan también, sin duda, en la audiolectura. Sin menospreciar ni
mucho menos descartar el libro tradicional (en papel o electrónico), y sin dejar
de aconsejarlo en la educación en una proporción adecuada, el audiolibro puede contribuir a elevar el
grado de afición y facilitar e incrementar la práctica de la lectura, cosa tan
deseable como descuidada en la formación escolar y en más hogares de los
deseables. ¡Cómo nos gustaría ―al menos, a mí― oír a niños de Primaria o
Secundaria dirigirse deseosos al profesor de turno en estos términos: «Pónganos
otro audiolibro para este trimestre. ¡Están chulos»! O pedirlos en casa para su
santo o cumpleaños o Reyes.
JOSÉ
ANTONIO RAMOS, 15.10.23
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